Juan se había callado tantas cosas en su vida que, cuando fue al médico por un intenso dolor de garganta, ya se le había generado todo un racimo de silencios y ocultaciones. Así se lo dijo el propio doctor, atónito, tras una larga exploración: «Tiene usted tantos secretos y desde tan antiguo que los tiene apelmazados y vamos a tener que ir con cuidado y muy despacio para darles salida». Según le explicó, al fondo de la garganta pudo ver, casi enquistados, los primeros sustos de infancia, cuando no podía dormir por las noches a causa del miedo que vivía en silencio para no ser reñido. Junto a ellos, estaban las lágrimas calladas que se tragó durante los años de escolarización, largas y amargas, cuando era acosado por sus compañeros con burlas y patadas; varios «perdones» no expresados tras traicionar a un buen amigo en la pubertad y un listado de mentiras y excusas finamente elaboradas con el objetivo de agradar siempre al interlocutor de turno. El doctor también halló en su exploración respuestas repletas de ira nunca expresadas a su padre o a su jefe y, también, información sensible sobre su familia que, por lealtad y honor, nunca nunca podría hacer pública.
Pero lo que más sorprendió al médico y a él mismo fue la costra que ocupaba la parte superior de esta masa silenciosa: una gran cantidad de «te quiero» que esperaban expectantes y en silencio a ser liberados. Miraban hacia arriba con ojitos inocentes, como quien espera ser llevado a la luz tras siglos en el olvido. Vio a la primera niña del colegio que le gustó; a compañeras del instituto y a su esposa. Pero también vio a decenas de hombres y mujeres desconocidos, amantes amados de padres, madres, abuelos y abuelas. Seres queridos, profundamente deseados pero invisibles en partidas documentales o actas; amores profundos al margen del árbol genealógico oficial. Amores en paralelo, profundos y añorados. Amantes amados, dueños esos «te quiero» no pronunciados.