La filosofía, como la religión cristiana, vive de una escena que ocurrió hace milenios. En los dos casos, además, la escena es de una condena a muerte de, por lo que se sabe, dos inocentes, dos víctimas puras, condenadas en procesos legales. Aunque su muerte fue injusta, ninguno de ellos quiso anular la ley que los condenaba. Uno era Sócrates, un hoplita ateniense feo y desgarbado que había luchado con eficacia por su república. El otro, Cristo, era un rabí judío que había estudiado la ley y los profetas durante su corta vida. Aunque los parecidos son muchos y han sido señalados desde antiguo, me atendré hoy al caso de Sócrates. No sólo cuestionó las bases mismas de la tradición ateniense, de aquel gremio de guerreros que era la polis griega; con ello también cambió el horizonte del hombre griego en la medida en que dejó atrás los ideales del poder político de la época de Pericles para enderezar al ser humano hacia el programa de autoconocimiento. Los dos grandes héroes occidentales han sido los más poderosos estímulos hacia la racionalización moral que ha conocido la humanidad. Sócrates insistió más en la necesidad de desmontar las formas culturales en que nos miramos y actuamos, complacidos y satisfechos. El rabí Cristo quizá nos mostró la necesidad de universalizar la intención moral como actitud hacia el otro.

Viene esto a cuento de que la semana pasada se celebró el Día Mundial de la Filosofía, una efeméride promovida por la Unesco y destinada a defender la presencia en nuestras sociedades de esa actividad que se inició ahora hace 25 siglos. Con tal motivo tuvieron lugar diversos actos en los que diferentes filósofos mostraron su percepción sobre la tarea filosófica en diversos foros. Por mi parte, considero lo más urgente no tanto mostrar los resultados del trabajo de los filósofos, sino reflexionar sobre el sentido y el papel de esta actividad. Por eso vuelvo a la escena originaria, para ver algo sustancial en ella. Y veo que Sócrates, a diferencia de los sofistas, que daban conferencias pagadas en salones cerrados, sacó la filosofía de esos circuitos cultos y la llevó a los gimnasios y a las plazas. Lejos de seguir la estela de los físicos, como su maestro Anaxágoras, que elaboraban discursos sobre el cosmos para responder a los anteriores sabios, Sócrates dejó de hablar para los que estaban heridos por su mismo veneno y se lanzó a una reflexión que ponía a sus contemporáneos ante sus propias contradicciones y ligerezas vitales, morales, religiosas, políticas y amorosas.

¿El filósofo como aguafiestas? Sócrates lo era, desde luego. A pesar de que sus conversaciones tomadas de una en una eran agradables, en conjunto acabó por dominar el malestar general. Fue acusado de erosionar las creencias fundamentales de la ciudad, de cuestionar la democracia, y en realidad sugirió que la escasa competencia filosófica de sus paisanos ponía en cuestión el principio supremo de que las decisiones mayoritarias del pueblo eran justas. Si cada ciudadano tomado de uno en uno no sabía muy bien lo que hacía ni lo que significaba lo que decía, difícilmente podían aspirar a tener competencias políticas para dirigir la ciudad. Y sin embargo, lo más extraño es que Sócrates no extrajo de eso la conclusión de que se debiese derogar la democracia. Justo porque no deseaba esto, entendió que era necesario salir a las plazas y mejorar las competencias reflexivas de sus vecinos. Puesto que la democracia era para él una ley inviolable, contrajo el compromiso de mejorar las capacidades deliberativas y argumentales de todos sus paisanos.

En esto fue tan riguroso que asumió su condena a muerte como si fuera consecuencia de no haber hecho bien su trabajo. Era su falta y debía pagarlo. A pesar de intentar cambiar el sentido de la justicia de su ciudad, acompañó su destino sin rechistar, aunque ese destino lo llevara a la muerte. No porque su tarea fuera problemática y poco fértil se desvinculó de la suerte de la mayoría. Por eso se negó a todas las triquiñuelas de sus amigos, que le aseguraron la posibilidad de escapar a la ley y de huir de la ciudad. Era plenamente consciente de lo que se jugaba y asumió las consecuencias. Si a algo se negó fue a hablar de filosofía solo a los filósofos. Cuando llegaron sus discípulos a la cárcel donde velaba en sus últimas horas, les exhortó a cumplir con la ley, y cuando estos se pusieron serios y le instaron a que les transmitiera sus últimas enseñanzas, se entregó a las chanzas y a las bromas. Lo último que dijo es que no olvidaran pagarle un gallo que debía a un vecino, Asclepio. Nada de gestos trascendentes, altisonantes, espectaculares. Sobre esas últimas palabras resultó difícil fundar una secta o una escuela.

Lo más impactante de la historia de Sócrates, lo que hace de él un personaje especial, es que no necesitó consuelo de otros. Él solo se lo supo dar. Si como dice Blumenberg el hombre es el animal necesitado de consuelo, la filosofía debió encerrar en el acto fundacional de la misma, vivido por Sócrates, una indudable capacidad de consolarlo. Esto era evidente casi nueve siglos después, cuando otro noble romano, Boecio, también condenado a muerte de forma injusta, quedó consolado por la presencia nítida de la filosofía que venía a asistirlo en las últimas horas de su vida, antes de caminar hacia el patíbulo. Pero si Sócrates no necesitó consuelo, no fue lo mismo con sus discípulos.

Para consolarse de la pérdida del maestro tuvieron que fundar una institución propia. En ella, presidida por Platón, los filósofos se entregaron a repetir sus conversaciones en una academia cerrada. Allí se sintieron libres para recordar al maestro, sin ninguna de las contraindicaciones de la actitud de Sócrates. El miedo a la democracia, a una conversación infinita con los conciudadanos, levantó aquellos muros. La inclinación a evitar la posibilidad de una condena, hizo cambiar de método. Ahora buscarían la verdad de puertas para adentro. Quizá algún día se impusiera de puertas para afuera, quién sabe, con la ayuda de algún tirano. Sin embargo, mientras tanto, la Academia platónica desplegó la investigación y el pensamiento hasta niveles que la humanidad no habría podido soñar medio siglo antes.

Cuando los filósofos tienen miedo a la democracia, solo hablan para otros filósofos. Esta es la vieja lección que se jugó en el paso de Sócrates a Platón. Como toda lección, no puede ser olvidada. Tras este tiempo, ya nadie debe preguntarse si él ha elegido hablar para otros filósofos o, por el contrario, mantener una conversación infinita con sus conciudadanos. Esta fue una doble actitud que al paso de unas pocas generaciones era estéril en sus dos extremos. Entre esas dos actitudes no hubo pacto ni arreglo posible durante mucho tiempo. Unos se entregaban a entrar en la conversación de los ciudadanos sin la búsqueda suficiente de la verdad entre pares exigentes y críticos, halagando los oídos de los que pagaban, mientras otros se lanzaban a una búsqueda infinita que perdía de vista la definición previa de lo importante. La necesidad de una vinculación necesaria de las dos actividades no se sintió como urgente casi nunca.

Pero el caso es que lo es. Frente a toda otra actividad científica, la filosofía no sólo necesita seguir la lógica de la especialización, sino siempre la lógica de la democratización. Para el físico teórico no es necesaria la democratización del saber. Para el filósofo, sí. Y esto es porque la filosofía se especializa en algo específico: en aventurar la definición de lo que es importante para sus contemporáneos. En su propio trabajo está la exigencia de comunicar, porque está la aspiración de identificar lo que todo presente comparte. Ahora debemos preguntarnos si, cuando el Gobierno prescinde de la filosofía, lo hace porque tiene miedo a los filósofos, como le tuvo a Sócrates, o si lo hace porque los filósofos se han encerrado en una conversación consigo mismos a la que la sociedad asiste lejana, sin entender el lenguaje que se habla, como sucedió con Platón. Si soy sincero, creo que se dan las dos cosas. El gabinete Rajoy ha demostrado odiarla porque su posición ha sido sometida a dura crítica por todos los filósofos que conozco. Pero eso no es todo.

¿Ha cumplido la filosofía con su deber democrático, o se encerró en un lenguaje súper especializado que no tiene nada que ver con lo importante para los contemporáneos? Si fuera este último el caso, el poder sabría que nadie protestará de veras cuando sea suprimida. En todo caso resulta difícil establecer un veredicto acerca de estas preguntas. No obstante sabemos algo: los filósofos tienen que llevar una doble conversación. No pueden simplificar su mirada. Por un lado, han de acreditarse ante los pares más exigentes, sometiendo a crítica su trabajo y, por otro, han de acreditar lo importante de su objeto de estudio ante sus contemporáneos. Ellos solos no pueden definirlo, ni tiene sentido sólo para ellos. Lo importante goza siempre de un estatuto compartido. Lo importante será tal sólo si es definido por los que habitan en el presente. Podemos hacernos una idea de la dificultad del trabajo filosófico tan pronto recordemos, con Koselleck, que presente no es un tiempo sencillo, sino que alberga en su seno muchos estratos de tiempo en los que cohabitan lo contemporáneo y lo que no lo es. Por eso, la filosofía no puede sobrevivir sin saberes históricos y sociales adecuados.

Esa es la estructura propia sobre todo de un presente que ya es global y afecta al planeta entero. Un tiempo en el que coexiste el animismo junto con las grandes religiones mundiales, cada una con su evolución plural; el tiempo de la racionalización occidental y su desencanto junto con todas las aspiraciones de reencantamiento. Un tiempo en el que conviven plurales perspectivas que complican el sentido de lo importante. Un tiempo sobrecargado de tareas mundiales y locales. Por eso el trabajo filosófico es tan necesario como complicado y corre el riesgo de quebrarse en la comunicación tanto como en la especialización. Pero lo menos que se puede pedir a la filosofía es que sea consciente de la dificultad de su tarea.