Cuando Faustino era todavía un niño, su padre se fue a la guerra. Le recuerda todavía -como quien percibe un destello de luz entre las tramposas brumas de la vejez- perdiéndose imponente y de espaldas en el infinito de una estación de tren abarrotada de hombres y mujeres despidiéndose a besos y gritos, entre miedos y humos. Le recuerda todavía, decía, 79 años después, con una gruesa manta apoyada en un hombro y una cantimplora atada fuertemente a la correa. Objetivamente, no era muy alto aunque sí recio y con bigote, pero para el pequeño Faustino, en ese momento, la magnitud de su figura era y sería ya para siempre inabarcable e inigualable.
Pasaron los días y las semanas y las cartas iban llegando de a poco. Un día de septiembre, cualquier día, a quien le importa ya, cuando el calor se negaba a abandonar un verano irrespirable, llegó una carta. La carta. No recuerda Faustino dónde estaba: ´haciendo travesuras por ahí estaría´, dice todavía entre risas. Sólo supo lo que los adultos le dijeron para que su mente infantil lo entendiera y no se quedara, como otros muchos, esperando por siempre un retorno imposible. Su padre había desaparecido y no iba a volver. Lo ponía la carta.
Semanas después, empezaron a ocurrir los hechos extraños que durante años se comentaron. De repente, ante la angustia de cientos de familias y la desesperación del cartero, un día la correspondencia dejó de llegar. El saco marrón que éste recogía cada mañana en la oficina para ser repartido desaparecía, como por arte de magia, antes de que él llegara.
Y es que había que madrugar mucho y ser muy valiente para transitar solito por entre las negras calles silenciosas y cargar, pese a su corta edad, un saco tan pesado. Al principio le costó bastante, todo hay que decirlo, pero luego ya no. Y poco a poco, cientos y cientos de misivas desesperadas, de amor, de añoranza, de negocios y todas durante una guerra, se fueron acumulando en el fondo del río, en un lecho de dolores congelados para que nadie sufriera lo mismo que él.
