Todo estuvo preparado para que el acto alcanzara una condición simbólica. La estancia pequeña, para que diera una impresión abigarrada. La recepción, de uno en uno, para que resultara lo más parecido posible a pasar por ventanilla, por el registro o por un rendez vous. Las cámaras instaladas ya dentro, en el terreno ocupado. Así se escenificó el acto de la firma del pacto antiyihadista como el ingreso de la tropa menor en el club selecto de los monopolizadores de la seriedad institucional. Por supuesto, los anfitriones ya estaban allí y así se reforzaba la sensación de recibir a los convidados menores, por mucho que no estuvieran todos los número uno, los dueños de la casa, sino un ministro y los portavoces parlamentarios de los dos partidos que hasta ahora bastaban para lograr consensos políticos. Fue como recordar los tiempos del bipartidismo exitoso.

Quizá sea también el último acto en que todavía se pueda fingir una realidad que ya no existe. Sin embargo, aunque no solo por eso, el acto mostró la práctica chapucera del bipartidismo, que rebajó el acto con la no asistencia de los jefes del PP y del PSOE. Con ello, el acto fue deslucido e insignificante, excepto por el hecho de que todos los firmantes aseguraron de forma rotunda su posición subalterna en la política española. Pero el bipartidismo es así: ante todo, arrogante. Prefiere rebajar la importancia y el interés de sus propias actuaciones a condición de que resulte muy claro que son ellos todavía los que llevan la voz cantante. Por eso, el acto quedó muy lejos de la posterior voluntad de ensalzarlo a bombo y platillo. Aquí una vez más la arrogancia escenificada es compensatoria de la debilidad.

En realidad, ellos son los primeros que saben que el acto ampliado de la firma, y el propio pacto en sí, es una actuación menor que dio un momento de euforia a Rajoy y poco más. Lo más relevante del mismo no está donde se podría buscar en una primera impresión. Para mí, ese elemento central se halla en el sencillo hecho de que ese pacto cierra un largo proceso de aceptación de la realidad en la política del PP. Por fin, se asume el mismo tratamiento para el terrorismo yihadista que ya se asumió para el terrorismo de ETA. Esto significa la confesión definitiva de que lo sucedido en Atocha el 11 de marzo de 2004 fue ciertamente de autoría yihadista. Por fin este viejo contencioso que dividió a la sociedad española queda atrás y también nos congratulamos con la idea de que, al final, el PP haya interiorizado la experiencia de que estas cuestiones es preciso abordarlas no en un sótano y entre amigos, sino en compañía de las fuerzas políticas.

Esto ya es positivo, pero no cambia mi opinión de fondo sobre el pacto antiyihadista. Lo más característico del mismo reside en que impone el estilo del PP de resolver los problemas. En realidad, es el estilo de la vieja política española. Sencillamente, todo se reduce a cambiar el código penal. En realidad, eso es lo que hace el pacto. Aumentar las penas por terrorismo con resultado de muerte, tipificar conductas ilícitas sobre armas y explosivos, caracterizar a los lobos solitarios, identificar el aprendizaje pasivo a través de visitas a las web radicales, castigar la financiación del terrorismo, prestar atención a los que ejercen el proselitismo a través de la docencia y delimitar el ámbito de aplicación de la ley y la posibilidad de endurecer las condenas de jueces extranjeros con el agravante de reincidencia. Nadie duda de que estas medidas pueden mejorar la práctica jurisdiccional. No implican limitaciones de libertades y, excepto la prisión permanente revisable, no violentan la Constitución. Con excepción de este último punto, no incluye nada que repugne a su firma.

Sin embargo, considero que Podemos hace lo correcto al personarse en el acto, pero también al no firmarlo. Acierta al estar presente, porque nadie puede entender que un partido se niegue a hablar con los demás para defender a la sociedad de un problema muy serio. En este sentido, nadie puede entender la posición de IU, como si no viera la posibilidad de identificar nada común con los demás representantes de la ciudadanía. Esto es incomprensible y da por supuesto que todos los demás están equivocados hasta el punto de no poder hablar con ellos. Transmitir la idea de que toda conversación es inútil no es propio de los que comparten comunidad política amenazada en su conjunto por actuaciones indiscriminadas y terribles. Por ello, Podemos se colocó en la posición adecuada cuando defendió que era preciso estar allí, pero para decir bien alto que es necesario algo más que esa política mínima que se reduce a reforzar artículos del código penal. El problema para el que nos debemos preparar tiene muchos más ángulos y de más calado sobre los que merece la pena explorar si cabe una política de Estado.

En efecto, lo decisivo es encontrar argumentos y percepciones políticas comunes sobre el conflicto del que el terrorismo yihadista es meramente un efecto. Que sólo se llegue a acuerdos acerca de su persecución judicial ya es confesar que no se tiene diagnóstico común sobre las causas. El pacto no solo no avanza hacia ellas, sino que lo considera imposible y cierra el debate en falso. La prueba es que, por mucho que se haya firmado, el pacto no ha permitido que el PP tome una decisión política respecto a las demandas de Francia en una situación dramática. En realidad, Rajoy sabe que acordar siete artículos del Código Penal es acordar bien poco. Respecto a las causas, se tiene la impresión de que dejamos la palabra a las potencias principales. Podemos exige lo debido cuando se niega a asumir este papel subalterno y reclama que la opinión pública española debata diagnósticos políticos acerca de este intenso conflicto. Pues solo si se aborda este tema y se hace con la debida profundidad estaremos en condiciones de fundamentar una decisión acerca de lo que está en juego, la paz o la guerra.

Esto nos da una idea de que habitamos más un Estado administrativo que un Estado político. Por supuesto que eso procede de la debilidad de la opinión pública española, pero con este tipo de pactos no se soluciona el problema de fondo. El propio PP teme ante todo una reacción como la que llevó a la victoria a Zapatero, porque sabe que la opinión pública española, aunque pueda apoyar sus ocho puntos, está en contra de la guerra. Pero de lo que se trata es de responder a esa inquietud mayoritaria con razones, no meramente dando herramientas a los jueces. Y la cuestión aquí es que no estamos solo ante un problema de terrorismo. Estamos ante una guerra regional por combatientes interpuestos, una de cuyas consecuencias, por ahora, es la acción bélica terrorista de diferente intensidad sobre las potencias extra-regionales. En realidad, para nosotros es terrorismo, pero para ellos es guerra. Está bien llegar a acuerdos sobre el efecto terrorista, pero lo decisivo es llegar a acuerdos sobre la matriz del conflicto.

Ver claro aquí es lo decisivo, pero la condición es recordar, como hace Podemos, que si nos quedamos satisfechos con el pacto tal como está, en el fondo no habremos hecho nada. La cuestión es cómo entendemos el conflicto, cómo creemos que debe resolverse, y cómo posicionarnos respecto a una guerra que enfrenta en verdad a Irán, Turquía y Arabia Saudí por la hegemonía regional, de la que afortunadamente ya ha quedado al margen Egipto, un poder limítrofe. Y la situación es compleja porque hay evidencias de que un aliado nuestro como Turquía simpatiza y apoya al EI, que es el que envía combatientes a sembrar el terror en Europa. Y que un amigo oficial como Arabia Saudí hace lo mismo. Y que un pueblo noble y humillado como el kurdo es el único dispuesto a morir combatiendo a los fanáticos del EI, mientras nosotros, que sufrimos su terror, no estamos en condiciones de reconocerlo. Por no hablar de que Irán, que milita en este asunto a nuestro favor, es nuestro mayor enemigo oficial en la zona. Esta situación es tan compleja que no se puede ocultar tras unos artículos del Código Penal.

Y cuando la situación es tan compleja, lo mejor sería dejar bien claro que todas las potencias, incluida Rusia, van a trabajar en la configuración de un equilibrio regional. No puede ser que Turquía persiga y mate a los defensores de los kurdos porque niegan con razón que sean terroristas, cuando en verdad están luchando contra los que nosotros llamamos terroristas. Turquía no puede ser castigada solo por Rusia, ni puede gozar de manos libres porque tenga que detener en sus fronteras a los refugiados que ella misma produce ayudando al EI. Esto merece un debate nacional y no entrar por el ojo de la aguja de la oficina del Ministro del Interior. Implica recomponer la Siria plural y tolerante, laica y neutral respecto de las religiones de la zonay, si para eso hay que contar con Rusia, debemos dejar de soñar que estamos solos en el mundo. Rusia tiene legítimos intereses porque ahora no es una amenaza hegemónica, sino que suspira por cierto equilibrio, como se vio en el claro discurso de Putin ante el mundo. Hay que atender esas exigencias, como hay que detener las aspiraciones homogeneizadoras de Arabia Saudí y hay que mostrar a Irán que no necesita un expansionismo a ultranza para defender su posición internacional como pueblo imprescindible. Y hay que limitar la política de asentamientos de Israel porque ofrece la oportunidad de intervención de potencias regionales. Y finalmente hay que darle un estatuto al noble pueblo kurdo que facilite la disolución de sus milicias. Colaborar en esto no es estar en guerra; es sencillamente cooperar en la paz. Europa no debe generar una hegemonía a su favor, sino colaborar por un equilibrio de Estados en la zona que disuada de la guerra como aspiración hegemónica.