Podemos no es un partido populista. Ya no. Hubo un tiempo en que podía serlo e incluso un tiempo en el que aspiraba a serlo. Pero cuando leemos las 394 propuestas de su programa electoral nos damos cuenta de que las cosas han cambiado mucho. Estamos ante un programa serio e institucional en la línea del republicanismo cívico. Que este cambio tiene que ver con la impronta que Errejón y Alegre han dado al partido, apenas puede dudarse. Por mucho que Podemos sepa que las emociones son muy importantes en la política, proponer a la ciudadanía que se atreva con la lectura de 394 propuestas es reclamar de ella un acto de inteligencia. Es verdad que el cambio a favor de la modernización del país tiene un corazón antiguo. Esa invocación poética, sin embargo, no es completamente sentimental. Pues vincularse a esa tradición española de progreso y renovación, la que a veces ha representado apenas un hilillo de gentes abrazadas por vínculos personales entre las diversas generaciones, eso no es lo mismo que invocar una tradición populista. Por lo demás, se requiere mucha conciencia histórica para identificar esa serie de españoles, y mucha inteligencia para reivindicarla y actualizarla. Finalmente, si lo propio del populismo es utilizar esa política de sentimientos para generar una división de amigo/enemigo, debemos decir que esa agenda hoy está en otros sitios. La meta de Podemos es diferente. Con ella convergen la mayoría de españoles que saben que el cambio de progreso, en estos momentos, es necesario, inevitable, imperioso.

Unos creerán que se puede ir más lejos y otros pensarán que tendremos que quedarnos más cerca. Pero la aspiración central que en estos momentos necesita el país es que el PP no tenga el 20D ese tercio de los escaños de las Cortes que le permita erigirse en minoría de bloqueo frente a una reforma profunda de la Constitución del 78. En todo caso, la meta de Podemos ya está asegurada de antemano. Contará con suficientes diputados como para garantizar que habrá que acudir a un referéndum que avale las reformas. Ese asunto forzará al consenso y si no al tiempo. Entre estas dos líneas nos vamos a mover. Es posible que no se pueda llegar al referéndum específico en Cataluña, como Iglesias ha proclamado desear. Pero, sea como sea, los catalanes tendrán oportunidad de votar de nuevo un sí o un no a la reforma de la Constitución que salga de las elecciones del 20D. Podemos llamarle como queramos, pero tal y como están las cosas, la primera consulta que se haga a los catalanes en referéndum será equivalente a un ejercicio de auto-determinación. Y si la reforma constitucional no sale votada en Cataluña, resultará evidente que la cuestión tendrá que encarar soluciones específicas.

Así las cosas, las actitudes se van a dividir en dos. Los que confíen en la democracia y los que se vean llamados a la misión histórica de katechon de la democracia española. Este ha sido el papel que la derecha española, desde Cánovas, ha considerado como propio. Desde el inicio de la segunda mitad del siglo XIX, las formaciones de la derecha española, en la línea de Donoso Cortés, siempre entendieron que democracia era en último extremo socialismo y, por ello, se propusieron de forma expresa limitar su alcance mediante todo tipo de obstáculos sociales y legales. Y cuando estos no bastaban, siempre quedaba la última carta, la dictadura del sable. Uno de los muros más usados fue la ley electoral, con sus pintorescos censos y encasillados. Otro fue la estructura provincial. El tercero fue la extraña institución entre mafiosa y política de los caciques. De una forma u otra, la derecha política expresaba su profunda desconfianza ante un pueblo al que ella misma mantenía sometido al atraso, la incultura y la inmadurez. Eso impedía aquella operación de construcción de la verdad que Maquiavelo conoció como «dejar que los humores fluyan libremente». La vida histórica se enquistaba de forma artificial y todo el mundo se veía obligado a jugar en un espacio dominado por la mentira política o la radicalidad extrema.

Esta misma incapacidad de ver la realidad, ese mismo desprecio arrogante de los pulsos profundos de su propio pueblo, llevó a la parálisis de la Iª Restauración, a la Dictadura de Primo de Rivera, a la tragedia de la República y de la Guerra Civil. Sólo hubo un acto de valentía por parte de la derecha española con Suárez, que no utilizó el poder para hacer trampas masivas. Desde luego que jugaron los sistemas de diques y compuertas, pero a pesar de todo en 1978 se diseñó un juego relativamente limpio. La impostura política se adueñó de nuevo de la derecha cuando, sin haber votado el punto más sensible de la constitución de 1978, el capítulo VIII, el PP controlado por la ideología de la antigua Alianza Popular, se elevó a paladín de la Carta Magna a pesar de serle completamente ajeno su espíritu. Eso fue así porque el PP decidió aprovechar todos los resquicios legales y políticos para impedir que el sistema de las autonomías se estabilizara y poder conseguir por la vía de los hechos la anulación de facto de un Capítulo que nunca votó. Hoy sabemos que esa política ha llevado al sistema a la mayor tensión y que, para detener las deslealtades de los nacionalistas (que desde luego las hubo) habría sido más eficaz una arquitectura institucional sólida y nítida, inspirada en los modelos federales de cooperación. Pero esto exigía que el capítulo VIII fuese perfeccionado y no anulado por la vía de los hechos consumados.

Nadie puede parar ya la limpieza de la democracia española. Toda desconfianza acerca la capacidad de este pueblo de identificar los cambios que necesita para seguir libremente su camino histórico, será castigada en las urnas. Los llamamientos de todos los partidos sensatos a la gran lección de la Transición, ha desmantelado de forma clara la impostura de Rajoy, cuya relación con Suarez es ofrecerle a su memoria estatuas de bronce. De esta manera confiesa que su relación con la Transición es monumental, hierática, grandilocuente, incapaz de actualizarse y renovarse. De esa manera, asume quedarse en la mera celebración ritual del pasado. De la misma naturaleza es su aspiración a lograr el tercio de la minoría de bloqueo de toda reforma seria, aunque sea aprovechando los muros y contrafuertes del sistema de 1978, esa ley electoral que concede un plus de representación política a la tierra por encima de los habitantes, a los territorios más dominados por los votantes ancianos, y a las provincias más conservadoras.

Da igual. Lo que de este modo confiesa el PP es que tiene comprometido su futuro. Las encuestas acerca del abandono del voto juvenil lo dejan muy claro. Frente a este mensaje deprimente y temeroso, las casi cuatrocientas medidas de Podemos se organizan sobre seis rótulos. Todos ellos llevan una palabra común: Democracia. De este modo se confiesa que lo más urgente, que es crear un sentido comunitario profundo de país, capaz de suturar las agudas divisiones de la ciudadanía que se han producido como consecuencia de la especulación inmobiliaria y de la crisis (la fractura entre ricos/pobres, ancianos/jóvenes, centro/periferia/ ciudad/campo, trabajadores/parados, inmigrantes/emigrantes, representantes/representados), sólo se puede lograr por la vía del refuerzo de la democracia. Y por eso se habla en el programa de la democracia económica, social, política, ciudadana, internacional y autonómico-municipal.

Cada uno de esos rótulos encierra decenas de reformas que se implican recíprocamente y que no es posible resumir aquí. Pero sí interesa destacar un rasgo importante. Sabemos que los programas no se pueden cumplir a la letra. Pero el de Podemos tiene un valor pedagógico indiscutible: pone delante de todos los españoles una mirada compleja, exhaustiva e integral de las necesidades españolas de reforma. Es posible que se tarde una generación en poner en marcha todas estas medidas, pero es una agenda de futuro ordenada, compacta, sistemática, que permite contemplar una nueva España a la altura de los tiempos. Eso es lo más persuasivo de ese programa, que dispone de una profunda lógica que conecta las diversas propuestas para lograr diseñar un país diferente ab integro, desde el fondo, que cambie la orientación del poder público y ponga sus políticas al servicio de la ciudadanía. Por eso es tan urgente acabar con el centralismo económico, con ese pacto entre el Estado y las grandes empresas de servicios en régimen de monopolio, con esa política de inversiones en grandes infraestructuras y obras públicas que siempre benefician a unas pocas familias, con esas empresas dominantes de la política energética que impiden un despliegue de las energías renovables.

Ofrecer una alternativa clara a ese centralismo económico es algo que no ha sabido hacer el PSOE y eso es lo que detectan los que, a pesar de estar cerca de su tradición, se resisten a votarlo ahora. Pero acabar con ese centralismo económico es a su vez la condición de que las instituciones reorienten recursos hacia la ciencia, equilibren los presupuestos de las ciudades y las autonomías, y genere un sistema productivo alternativo. A su vez, esta nueva dirección en favor de una economía descentralizada facilitará la evolución hacia otro modelo de cooperación internacional, sobre todo con Latinoamérica. Y por supuesto, todo ello junto permitirá alejar a los políticos de los grandes centros de poder y devolverles una libertad necesaria para ser representantes de la ciudadanía, y no voluntades secuestradas por la dependencia económica.

No está en el espíritu de esta columna exhortar a nadie a otra cosa que a los necesarios actos de la inteligencia y de la comprensión. Por eso creo que debo acabar así. Lean ustedes el programa de Podemos. Y luego comparen con los demás. Les aseguro que, sea cual sea la decisión que tomen, habrá mejorado mucho su criterio político. Al menos podrán imaginar un país mejor. Pues para mejorar es necesario forjar esa imagen anticipatoria. Sólo ella genera la energía para hacerla realidad.