Están ahí, de pie, al lado de sus expositores. Son mujeres y hombres jóvenes o de mediana edad. Hablan entre ellos y esperan pacientemente a que alguien se les acerque y les pregunte por la Biblia, o por sus creencias y prácticas. Nada que ver con las llamadas a las casas de tiempos pasados que siempre pillaban de improviso a quien abría la puerta. Son los testigos de Jehová y en los últimos meses han aparecido en diversos puntos de nuestras ciudades. Los encuentro cerca del rastro de Valencia y de la facultad de Farmacia. Aguantan a pie firme y no se desaniman porque nadie se les aproxime. Nuestros estudiantes pasan a su lado sin detenerse y el sentido de esta columna es agradecerles su testimonio de fe y su sacrificio.

Yo, que nací en una familia que se autodenominaba católica, apostólica y romana y que aprendí a leer con los jesuitas para salir de su colegio rumbo a mi facultad, lamentablemente no tengo el don de la fe y no he sido capaz de encontrar a Dios en mi corazón pero admiro profundamente a las buenas gentes que creen, no me importa en qué, y les envidio su esperanza en una vida mejor después de ésta.

Entre mis colaboradores cuento con cristianos ejemplares y con miembros del Opus Dei capaces de desmontar, con su testimonio de vida y su ejemplo de tolerancia, todos los tópicos que circulan sobre la obra. También tengo amigos que son fervientes musulmanes, sin el menor atisbo de integrismo, y un miembro destacado del Hare Krisna, que debe a esta institución el haber cursado estudios superiores y llegado a rector de su universidad. Todos me reconfortan con la seriedad de sus convicciones y el ejemplo de sus vidas, e incluso los amigos ateos, de esa religión que es la negación sin titubeos de la existencia de un creador, me aportan la frescura de su comportamiento solidario más allá de la convicción de que no habrá, para ellos y según sus ideas, ni premio ni castigo final.

En resumen, se trata de vivir en armonía con uno mismo y con las propias creencias pero respetando a los demás. A pesar de todo confieso mi admiración por los que, desde su fe y el convencimiento de que puede ser beneficiosa para los demás, hacen profesión pública y con su ejemplo indican un camino a seguir. Por eso, cada vez que cruzo el semáforo entre las facultades de ciencias y la de farmacia, miro a los testigos de Jehová y les doy las gracias por su ejemplo y su generosidad, confiando en que mis estudiantes se planteen algunas preguntas al verlos allí y que los mismos católicos, esos que son mayoría en nuestra sociedad, se pregunten si no será más efectivo un buen ejemplo de vida que todas las clases de religión que pueda recibir un alumno en horario escolar.