Cualquier materia por encima de los 0 ºK, el cero absoluto (-273,5 ºC), irradia energía. Y esa energía viaja en forma de ondas, como olas del mar. La distancia entre las crestas de esas «olas» es la longitud de onda. Se mide en micrómetros, la millonésima parte de un milímetro. La longitud de onda es inversamente proporcional a la temperatura del cuerpo emisor como estableció el físico alemán Wilhelm Wien. Entre 0,4 y 0,7 micrómetros están las longitudes de onda de la luz visible. El ojo humano solo detecta esta pequeña porción. Por debajo de 0,4, la radiación ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma; y por encima de 0,7 la infrarroja, los microondas y las onda de radio. El sol emite a 5,800 ºK por lo que su pico de radiación es de 0,5, dentro del espectro visible, mientras que la Tierra, afortunadamente más fría, emite en una longitud de onda más larga, con un pico en los 12 micrómetros. Esta radiación es la que detectan el centenar largo de satélites que ayudan a conocer nuestro planeta y su atmósfera. Portan dos tipos de instrumentos: activos y pasivos. Los primeros emiten su propia radiación en dirección a la Tierra y miden su retorno. Los segundos captan la radiación que la Tierra emite en forma de onda larga o refleja en forma de onda corta. Entre los primeros tenemos el Radar que usa radiación microondas que permite atravesar las nubes o el Lidar que emite en visible e infrarroja, algo muy útil para conocer la altura de la vegetación o de los casquetes de hielo. Su gasto energético hace que solo estén activos hasta un 30 % de la órbita del satélite, frente al 100 % de los pasivos. En conjunto nos aportan datos sobre temperatura, precipitación el color del océano, vegetación, emisiones de gases y así hasta la mitad de las 50 variables clave para conocer nuestro planeta.