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Arte popular y/o alta cultura

Desde la izquierda política suele haber a priori un respeto, casi candoroso, hacia la cultura. La formalización de ese amor suele ser harina de otro costal. La cuestión viene de lejos. No hay, de hecho, una teoría clara respecto de la cultura por parte del pensamiento de izquierdas tradicional. Marx apenas le dedica unas pocas notas, y solo Antonio Gramsci y Georg Lukács abordarán la cuestión en profundidad. Si elegimos el campo del arte, dado el carácter más etéreo y subjetivo de los fenómenos estéticos, la cuestión se complica. Hubo que esperar a las teorías de la función social del arte de Arnold Hauser y a las contribuciones filosóficas de la Escuela de Frankfurt -de Walter Benjamin y Theodor Adorno en especial- para aclararnos un poco.

Con todo, ni siquiera a fecha de hoy podemos atisbar una opinión diáfana por parte del marxismo o incluso por parte de la nueva izquierda, sobre el arte. Sabemos, sí, que cualquier razonamiento que abogue por la popularidad y extensión del arte a las masas -ahora decimos a la ciudadanía-, será bien acogido. Así ocurrió con un acontecimiento artístico estrictamente español como fue el movimiento llamado Estampa Popular de mediados de los años 60 del siglo pasado, cuando los artistas españoles de la época decidieron dejar atrás el informalismo para a través de un arte más inteligible „es decir, más figurativo o realista„, oponerse políticamente al régimen franquista.

Valencia fue uno de los focos más activos de Estampa Popular como pudimos ver hace bien poco en una meritoria exposición del IVAM («Colectivos artísticos en Valencia bajo el franquismo»), aunque el tema ya había sido tratado por Gandía Casimiro en el 96, y por la Universitat de València incluso mucho antes, habida cuenta de la ingente obra sobre el asunto que atesora gracias a los fondos de Jesús Martínez Guerricabeitia, el empresario que dedicó parte de su fortuna, precisamente, a construir una colección de arte comprometido políticamente.

Muchos de los artistas de Estampa Popular se movieron en la llamada estética pop (de popular, obviamente), que si bien en los Estados Unidos tuvo como fuente de inspiración la creatividad del cómic y la publicidad (es el momento clave que describe la serie «Mad Men») para criticar la sociedad consumista, aquí tuvo una deriva claramente política y se nutrió de nuevas y divertidas relecturas de la historia del arte (Equipo Crónica) e incluso de la imaginería proveniente de la guerra civil (Equipo Realidad). Estamos a finales de los 60, comienzos de los 70? y el reconocimiento internacional a estos movimientos artísticos vendrá de la mano de la Bienal de Venecia de 1976, cuando Tomàs Llorens, el futuro padre del IVAM, organizará como curator junto a Valeriano Bozal la exposición no oficial dedicada al arte español entre la vanguardia y el compromiso social.

Autointitularse popular o dedicarse temáticamente al pueblo no significa, claro está, que estas cosas le interesen a la mayoría popular. Y las cosas no parece que vayan a mejorar. Nuestros gestores de la cultura y los artistas podrán proclamar la vocación popular de sus políticas y de sus obras, pero la realidad, tozuda, va por otra vía. En plena campaña electoral no hemos visto ni un atisbo ni mención a la temática cultural en candidato alguno. Se habla de educación, sí, pero de un modo más bien vago y superfluo mientras la Filosofía, la Historia o las lenguas clásicas retroceden o caen del temario del Bachillerato por considerarse asignaturas poco funcionales para los tiempos digitales y tecnológicos que se avizoran. Mal vamos con esa visión del espíritu humano.

Por fortuna para la cultura, y el arte español, la caída del franquismo y la normalización democrática del país relegó las disputas políticas a su ámbito natural. El arte ya no debía ser comprometido, simplemente era bueno o malo, la intencionalidad no bastaba para valorar una obra artística. Pero el mundo no se detiene con la democracia, una falsa idea de los españoles que tanto la echábamos de menos. Los conflictos de género, la nueva sensibilidad ecológica, las diferencias materiales con el tercer mundo, el aumento de las desigualdades y hasta los desvaríos de la multiculturalidad han abierto a los artistas un campo de trabajo y reflexión que ha vuelto a situar el compromiso y la carga ideológica en primer plano de su trabajo.

Ese es el momento actual que vivimos, un cierto regreso en busca del arte popular. No es extraño, pues, que una ciudad como Valencia se haya inundado de iniciativas tan espontáneas como callejeras. Intramurs, Ciutat Vella Oberta, Benimaclet conFusión o Russafart son algunos de los festivales artísticos y urbanos que han florecido en la ciudad, deudores, posiblemente, del germinal Cabanyal Portes Obertes que tuvo un papel decisivo en la resistencia del barrio a los planes urbanizadores. Esta hiperactividad cultural resulta muy interesante y, sin duda, sirve a muchos artistas para confrontar sus propuestas y para sensibilizar al público.

Convendrá que las administraciones públicas no se olviden de estos festivales y que los apoyen, sin intervenir demasiado en ellos, aunque será necesario que no olviden que además de estos fenómenos más o menos espontáneos y de la necesaria ampliación de la base cultural, es deber de dichas administraciones mantener otras acciones culturales, más sofisticadas y complejas, eso que a veces se llama alta cultura, y que requiere estudio y dedicación, talento, investigación y mucha, mucha educación previa. Y a veces, cuando vemos programas de cantautores comprometidos en espacios que no tocan, o acampadas con sacos de dormir y tupperwares junto a la revolución plástica de Julio González, no sabe uno qué pensar sobre el camino que estamos recorriendo.

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