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José Sierra

Del milagro a la catástrofe

Con frecuencia la Química nos sorprende, reivindicando un papel esencial en el progreso y desarrollo humano y en la lucha contra alguna de sus principales amenazas. Sin embargo, son muchos los ejemplos en los que es posible identificar una confianza ilimitada en la química que ha acabado en desastre para el medio ambiente y para las personas, sin que el principio de precaución que debería inspirar el uso de estas sustancias se haya tenido muy en cuenta.

Los ejemplos se multiplican. En una memoria no exhaustiva resulta fácil acordarse del DDT -magia pura que iba a acabar con la hambruna en el mundo„ o los PCB, el bifenilo policlorado que revolucionó los transformadores eléctricos y hasta los radiadores eléctricos con los que las familias sorteaban los rigores del invierno (cuando había tal estación). De pronto, alguien decidió que todo lo vinculado al cloro„incluido el PVC„era esencialmente malo si se quemaba sin control y las administración de todos los países desarrollados pusieron en marcha costosos programas para destruir los PCBs, utilizados profusamente hasta entonces.

Más reciente, la preocupación por la destrucción de la capa de ozono hizo poner en almoneda los Cloroflurocarbonos (CFC), los gases que el Nobel Mario Molina, jurado también de los premios Jaume I, identificó como responsables del deterioro de la capa de ozono. A partir de la década de los años 80 fueron sustituidos por los gases fluorados, el relevo «perfecto», se dijo entonces, de los CFC. Con el tiempo se ha comprobado que los gases fluorados introducidos para frenar el deterioro de la capa de ozono son ahora los responsables de buena parte de las emisiones que provocan el efecto invernadero y el cambio climático. De hecho han crecido casi un 60% desde 1990 y actualmente conforman aproximadamente el 2,5% de las emisiones de GEI en la Unión Europea de 28 miembros. Su producción ha disminuido en Europa, pero no así su uso. Miles de toneladas llegan cada año como importaciones a granel. Cuesta acabar con su consumo aunque de haberse aplicado el principio de precaución, prohibiendo el uso de cualquier sustancia ante la menor duda sobre su inocuidad, hoy no estaríamos obligados a recudir drásticamente su producción ni a adoptar medidas para evitar su nefastas consecuencias.

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