Nuestros representantes en la Comunidad Internacional han trabajado intensamente en la elaboración del Acuerdo de Paris de 11 de diciembre de 2015 que está pendiente de su firma en New York y de su ratificación por los Estados. No entrará en vigor mientras cincuenta y cinco Estados responsables del cincuenta y cinco por ciento del total de las emisiones no hayan depositadosus instrumentos de ratificación.

Si nos pueden valer las lecciones aprendidas, el Protocolo de Kioto se adoptó el 11 de diciembre de 1997 pero no entró en vigor hasta siete años después, y sus resultados han sido más bien escasos a la vista de los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) que indican que las emisiones lejos de disminuir, no han parado de crecer.

Toda convención internacional parte de la concepción del Derecho Internacional como ordenamiento esencialmente dispositivo en el que persiste la soberanía estatal como fundamento básico. En esa línea, el acuerdo consagra la voluntariedad como motor de la iniciativa de la aplicación de medidas de mitigación de emisiones, y deja en manos de los Estados, de su ambición altruista, la determinación de sus objetivos de reducción de emisiones e, incluso, la determinación del año de referencia sobre el que cada cual fijará sus propios límites.

Como anticipo del fracaso de un acuerdo que nace herido de muerte y nos mantiene enganchados a la economía del carbono, el propio texto señala la preocupación de las Partes para alcanzar el objetivo de mantener el aumento medio de la temperatura mundial por debajo de 2º C, y reconoce que se requerirá un esfuerzo de reducción de las emisiones mucho mayor que el que suponen las contribuciones previstas por cada Estado.

De las lecciones aprendidas también podemos deducir que los Estados podrán recurrir en cualquier momento a la excusa de la inactividad nacional por la inactividad global, como ya hizo Holanda al contestar la demanda de la asociación medio ambientalista Urgenda.

En definitiva, el acuerdo pone de manifiesto la divergencia de intereses entre países desarrollados y en desarrollo, los productores de energía fósil y los titulares de la tecnología, refiriéndose a la adopción de estilos de vida y pautas de consumo y producción sostenibles como clave para la solución del problema, pero guiándose para la implantación de los objetivos por los principios de las responsabilidades comunes pero diferenciadas y de las capacidades respectivas, a la luz de las diferentes circunstancias nacionales.

Paris no ha fecundado un acuerdo ´vinculante´ sino una convención esclava de las soberanías nacionales, que conscientemente han excluido la obligatoriedad con el consentimiento de todos porque a todos beneficia. Un acuerdo cómodo para los Estados que están facultados para modular su compromiso por las circunstancias nacionales que incluyen, en muchas otras, el temor al Decrecimiento, la pérdida de Producto Interior Bruto, el incremento de la Prima de Riesgo o la necesaria Erradicación de la Pobreza, que se nombra tangencialmente en el documento y parece una traición del subconsciente.

Ahora ya lo sabemos: el cambio climático depende de los Estados mientras que de la Comunidad Internacional no podemos esperar otra cosa que una invitación a participar en el espectáculo.