La libertad, ingrediente fundamental en el diseño y construcción de las sociedades. Su déficit, secular persistencia; su anhelo, motor de muchos hechos históricos. Desgraciadamente, un anhelo fácilmente manoseable y aprovechable por estrategas políticos y oradores malabaristas cuyas cosméticas apologías de la libertad chirrían por cada bisagra. Paradigmáticas las apelaciones de Bush a la libertad justificando la violenta invasión de Irak, maquillaje evidenciado en una espléndida viñeta de el Roto: «Sospechamos que Sadam está escondido en un pozo de petróleo, por lo que vamos a proceder a vaciarlos». La exaltación de la libertad es una llave que permite justificar prácticamente todo: la guerra, el lucro, las privatizaciones, las desigualdades e incluso, curiosamente, la represión.

El liberalismo se ha apropiado del término libertad y ha modelado un significado que pretende integrar en el sentido común. En el núcleo la libertad de empresa y de mercado, las mejores condiciones, dicen, de garantizar otras libertades sociales. El liberalismo abolió el poder de los monarcas absolutistas pero fue severo con el pueblo, eternamente usado y maltratado. Y a pesar del celebrado «liberté, egalité, fraternité», la Revolución Francesa consideró delitos la asociación y la manifestación de trabajadores, imponiendo una relación individual del trabajador con el empresario. La burguesía capitalista, liberal contra el absolutismo pero cruel con el obrero, accedía a los resortes del poder para su provecho.

Tras la Segunda Guerra Mundial, y con el crack del 29 en mente, toma vigor el liberalismo social embridando el capitalismo y limitando sus excesos. Se establecen economías mixtas, los Estados dirigen infraestructuras y servicios fundamentales, se implementan los modernos sistemas de Seguridad Social. El liberalismo clásico se atrinchera en los antecedentes de los modernos think tanks alrededor de Hayek y un joven Friedman. Profundizan en las ideas de libertad y dignidad humana esculpidas por el liberalismo „conscientes que debían convencer en el terreno de los valores„ y actualizan el marco teórico. El neoliberalismo pone el énfasis en el individuo y en su dinero, en la libertad para obtenerlo y en la libertad para gastarlo. El individuo libre es responsable de su situación „tanto el acaudalado como el desposeído„ responsable de su presente y de su futuro, y no debe esperar nada de una sociedad cuya existencia el neoliberalismo llega incluso a negar. La máxima expresión de la libertad la obtienen los individuos si pueden gastarse su dinero como les plazca y si son libres para conseguir toda la parte del pastel que alcancen. Traten de adornarlo como quieran, pero esta es su esencia.

Con la crisis de los 70 llegó la oportunidad de las recetas neoliberales. Al Chile de Pinochet le siguieron Thatcher y Reagan. El giro neoliberal, ligado a la restitución del poder de las élites económicas, había comenzado; más tarde llegó el turno de Aznar. Trompetas de libertad, mientras es escandalosa la pérdida de libertad de los estados, y de su cuerpo electoral, frente a corporaciones y organismos no sujetos a control democrático. Ciertamente puede resultar comprometido cuestionar el concepto de libertad, y aquellos que tratan de apropiárselo indudablemente lo saben. Pensamientos como el del antropólogo David Harvey ayudan a hacerlo posible: «Los valores de la libertad individual y de la justicia social no son necesariamente compatibles».