Las primeras propuestas del nuevo gobierno municipal de Valencia, planteando limitaciones al tráfico en el centro de la ciudad, han motivado duros ataques en ciertos medios que me han recordado otros artículos bien diferentes, publicados en el «diario decano» a principios de los años 70, y que tuve ocasión de refrescar durante la redacción de mi tesis doctoral, Políticas de transporte urbano.

En los últimos años de la dictadura franquista, la sociedad civil valenciana luchó con escasos medios, pero con notable éxito, contra algunos grandes proyectos urbanísticos. Se consiguió frenarlos, dando tiempo a que la naciente democracia los paralizara definitivamente y empezara la recuperación de los espacios afectados para su regeneración ambiental y su uso ciudadano. La urbanización de El Saler o el proyecto de autopista por el viejo cauce del Turia, una vez desviado el río, fueron los dos casos más destacados.

El diario Levante, (entonces prensa del Movimiento) resultaba territorio vedado a la crítica, pero Las Provincias jugó un papel importante, tanto como altavoz de los ciudadanos y profesionales que se oponían a estos proyectos, como también por los artículos de sus redactores. La entonces subdirectora María Consuelo Reyna («¿Otro "caso" Saler?» 18/9/1973), escribía: «El proyecto de convertir el viejo cauce del Turia en el jardín que Valencia necesita, no va por buen camino (...) Asfalto y coches. Coches y asfalto (...) Vivimos esclavizados por el automóvil. Pensamos y proyectamos la ciudad en función del automovilista, y eso no es posible (...) ¿Pero es que no se dan cuenta de lo que se está haciendo en el resto del mundo? ¿No ven que en cantidad de ciudades ya se está prohibiendo el tráfico por las zonas céntricas y que en algunas ya están proyectando incluso el prohibir el acceso a la ciudad a todos aquellos vehículos que no sean de servicio público?».

En la misma edición, Francisco Pérez Puche, más tarde director de ese diario, se refería al mismo tema: «Resolver un problema „el de la circulación„ que sólo puede solucionarse disminuyendo radicalmente el número de automóviles en circulación y aumentando en cantidad y calidad la red de los transportes públicos». Y salía al paso, el 3 de junio de 1975, de nuevas propuestas que pretendían la ubicación de carriles y aparcamientos en el viejo cauce, ya liberado de la amenaza de la autopista, o de la habilitación de vías rápidas en sus márgenes (que, estas sí, acabaron por materializarse): «Dos criterios contrapuestos: el de la ciudad al servicio del automóvil y el de la ciudad al servicio del hombre».

En aquel momento, y a pesar de la losa del franquismo, que asfixiaba la sociedad civil, este debate público estaba en línea con el que se producía en el resto de Europa. Ciudades hoy modélicas, como Copenhague, comenzaron por aquel entonces sus políticas de reducción del tráfico y fomento de la bicicleta y del transporte público. ¿Qué pasó, pues, para que aquí nos dedicáramos los 40 años siguientes a sacrificar la ciudad al coche? Parece que ciertos planteamientos de la ingeniería del tráfico de los años 50, que ya empezaban a ser obsoletos en el resto del mundo, consiguieron abducir a los sucesivos políticos de la democracia, vendiendo como modernidad la adaptación de la ciudad al automóvil.

El momento clave fue la discusión del Plan General de Valencia, cuyo Avance (1983) planteaba redes de tranvía y bicicletas, un centro libre de tráfico, y nuevos bulevares peatonales. Pero cuando se aprobó el plan, en 1987, ya no aparecían tranvías, ni bicicletas, ni limitaciones al tráfico, y los bulevares eran autopistas urbanas. Desde entonces nos fuimos distanciando de las ciudades más avanzadas de Europa, priorizando el automóvil frente a las personas.

Es hora de que volvamos a la frescura de los 70 en este campo, y empecemos a recuperar los cuarenta años perdidos, para entrar de verdad en el siglo XXI, rediseñando la ciudad para las personas. La reciente constitución de la Mesa de la Movilidad de la ciudad de Valencia, con gran participación de todo tipo de entidades sociales, y un amplio consenso en la necesidad de dar un giro radical a las políticas de movilidad, parece un buen inicio.