El árbol de Navidad cercado de 300 regalos. Tal ha sido la causa del machaque virtual a esa ingenua madre que quiso agasajar a los suyos con tamaño promontorio de presentes. Los cibernautas la acusan de «materialista», tal vez porque ellos abanderan cierta espiritualidad virtual ignota o quizá elevan su alma leyendo a J. Bucay u otros papanatas. La cantidad de obsequios enoja al gentío, sin preguntarse por su contenido ni el poderío de los paquetes. ¿300 cajas de baratijas? ¿O más bien dispositivos de alta gama? ¿Joyones? ¿Libros? Sé de padres dadivosos cuyo único regalo a su hijo cuesta más que la pensión de no pocos jubilados. ¿A quién hostigar entonces?

El fariseísmo virtual campa a sus anchas. Despellejar vidas ajenas cuesta poco, pero, ¡ay, si practicáramos la introspección! ¿Quién examina la suya propia? Lo raro hoy sería educar a contracorriente. Atareados y ensimismados en su menudencia existencial, los progenitores suplen valores universales „amor, libertad, dignidad„ embadurnando a sus críos de un materialismo inexpugnable. La panacea se multiplica a medida que progresa la tecnología e involuciona la moral y el sentido de la vida. Por eso resulta insólito acusar a aquella madre de «materialista». A lo sumo, descerebrada. ¿Y quién tira la primera piedra?

Si reivindicas austeridad terminan acusándote de rácano, asocial, mísero o anacoreta, quizá por aquello de la insociable sociabilidad. La sola presencia ya es un regalo en sí. Esa autoayuda de rebajas lo sabe pero de soslayo. Este quien les escribe no malgasta ni un euro en obsequios. Lo valioso repudia el dinero. Una lección ágil para mis sobrinos Cristian e Isabel: estimar la contingencia del transitar vital. Que nadie espere de mí 300 regalos. El regalo soy yo.