En los mapas del sueño o la memoria buscaba Josep Lluís Sert la luz que cuenta tanto para la creación de un escultor o, como en su caso, un arquitecto. Cuando yo acababa de salir de la adolescencia, llegó este gran artista catalán a España: venía del exilio. Le hicimos un homenaje. Le preguntamos entonces por su urgencia en llegar pronto a Cataluña y nos dijo que por lo que más prisa sentía era por vivir de nuevo su luz mediterránea. No lo entendí entonces, lo comprendí mucho más tarde. Ahora, cuando me invade la luz mediterránea en mi casa de Valencia y recuerdo también otras luces, entiendo muy bien que la patria de un hombre pueda llegar a ser simplemente una luz, nada más y nada menos que una luz.

Porque esas son las patrias en las que nos reclamamos para compartirlas, porque esas son las patrias que reivindican nuestras diferencias y no ponen al tiempo puertas al campo. Se trata de un modo de reconocernos para darnos. Y donde nos reconocemos mejor es en la patria íntima, esa que para Neruda creo que era la lengua, para Rilke la infancia y para el poeta Nicolás Estébanez, la sombra de un almendro. No era Estébanez un separatista de nada, sino alguien que creía que desde la sombra pequeña, desde el territorio mínimo donde el hombre se reconoce a si mismo, se proyecta mejor en su universalidad. Esa universalidad que fuera de toda demagogia, de toda intolerancia, en el ejercicio de la libertad profunda, nos lleva a los hombres y a las mujeres a ser lo que somos desde nuestra cuna.

El sentido de la identidad no es un orgullo de campanario, sino una legítima recuperación del álbum familiar, de la memoria de una comunidad o, si se quiere, de la infancia. La identidad no es sólo un asunto de banderas y de grandes palabras o principios, sino más bien de empeños individuales y colectivos que crecen sobre los cimientos de la memoria. Marcel Proust decía que «la memoria es como un obrero que trabajara para establecer cimientos duraderos en medio de las olas». Y sobre esos cimientos, sometidos a vaivenes, crecemos. Creció en ellos el profesor Juan Marichal, nuestro gran historiador exiliado en Harvard. Pero regresar del exilio, es decir, volver a nuestra propia luz, es casi siempre sufrir un nuevo exilio. Marichal regresó al fin, vivió en Madrid y fue acogido en la universidad española, pero creo que no dejó de sentirse en España un exiliado. Era un liberal.

Para entender qué es ser liberal „liberalismo del espíritu que nos hace individualmente más libres y no lo que ahora se toma por liberalismo en la derecha„ hay que leer a Marichal. Pero también para conocer España. Si no hubiera escrito ensayos tan brillantes como el suyo sobre el estilo o sobre las tres voces de Pedro Salinas, diríamos que no hizo otra cosa a lo largo de toda su obra que ahondar en el secreto de España. En ese empeño discutió con quien fuera; incluso con don Américo Castro, del que aprendió a ser ese fósil del dieciocho del que estaba orgulloso, como me había recordado, discutió sobre el futuro de España.

Y en ese afán de reflexión sobre nuestro país, me contaba en aquellos días del 76 que era un optimista respecto de su futuro, y que lo era porque se resistía a ver encastillamientos de gente apegada al pasado. Siempre recordaba en sus cursos que la singularidad histórica de Castilla en la temprana historia española consistió en su capacidad de acumulación, de integraciones culturales. Y para él era también indudable que España empezó a decaer en el siglo XVI cuando adoptó políticas de exclusiones, de cercenamientos. Estaba convencido, pues „a la altura del año 1976, insisto„ de que el futuro español dependía de la capacidad de este país para volver al camino de la fecunda integración, de la utilización de sus propios legados históricos. Y uno de esos legados era para él el de la Segunda República, específicamente el de 1931-1936, «porque cuando se haga la historia de esos años „decía„ se verá que descollarán en la historia entera de España como años de extraordinaria capacidad de integración».

Estaba obsesionado Juan Marichal por esa integración y por los legados que pudieran contribuir a ella. Por eso, lo más alentador para él era, pensando en la incorporación entera de España a una Europa creadora, ver cómo muchos jóvenes intelectuales y artistas habían sentido que la generación de 1914, la de Ortega y Azaña, Picasso y Casals, constituía una fabulosa herencia que sería suicida no saber aprovechar. Pero era consciente de que había muchas personas, incluso amigos suyos, que no opinaban como él. Él veía en los hombres y mujeres más representativos de esa juventud una extraordinaria voluntad de integración. También creía que esa capacidad de integración se había manifestado ya en la Constitución de 1931, sobre todo en la fórmula de las autonomías regionales. Y no olvidemos que hablaba en el principio de la transición política española, y que era entonces cuando insistía en que la fórmula de la Constitución del 31 le parecía idónea para resolver el problema de la organización estatal de una comunidad plurilingüe y, sobre todo, una comunidad pluricultural.

Hombres como Juan Marichal le hacían falta a eso que llamamos España, pero eso que llamamos España, empeñada en quitarles la razón, convierte a los hombres como Marichal en pura tristeza. España, a veces, no es otra cosa que pura tristeza. Y siento por eso no poder acompañar hoy la memoria de Juan Marichal, cuya bonhomía y honestidad intelectual luchó hasta el final contra la desolación, en su optimismo del pasado. España, con su democracia devastada ahora, hecha girones en buena parte de su cuerpo, reclamando sensatez donde el talento se ausenta, vuelve a ser hoy un pozo de tristeza y un territorio de riesgos.

Alguno de los malos actores de la política actual se ha permitido calificar la situación de puro teatro. Será de impuro teatro. En todo caso vamos del esperpento al sainete con unos protagonistas muy mediocres. Por eso, para ver España con talento tiene uno que recurrir a sus difuntos. Es lo que he tenido que hacer en este artículo. Lo siento, ustedes disculpen