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Los libros que nos buscan

Una vez amansadas las revueltas olas del mar de las fiestas con las que nos ha zarandeado la etapa navideña, llegó la hora de recuperar el ritmo para que cada cual marque su habitual modo de vida. Los niños, de vuelta al colegio, aprovechan cualquier resquicio para dedicarlo a los juguetes que trajeron los Reyes. Personalmente no recuerdo ningún 6 de enero en el que faltasen los libros, desde siempre. Aprendí a leer muy temprano, y coincido con Vargas Llosa en considerar este aprendizaje como el acontecimiento más decisivo de mi existencia, afirmando, con él, «la lectura es el placer supremo».

Todos los que militamos en esta pacífica cohorte lectora (muchos más de los que se cree) andamos estos días disfrutando con los libros recién empezados, algunos ya engullidos golosamente. Están los que más o menos esperábamos, y también algunos otros, insospechados. Y es que muchas veces son los libros los que nos encuentran, y no al revés. Uno de esos ha llegado a mis manos, con un título instigador, Diario de una vida breve, y un autor para mí desconocido: Juan Manuel Silvela Sangro. Resulta estar editado por Pre-Textos „quién, sino„ a partir de una primera aparición en 1967, saludada entonces por Guillermo Díaz-Plaja y otros críticos con cálidas reseñas.

Manuel Silvela escribe su Diario desde los 17 a los 26 años, un tránsito de la adolescencia a la juventud que se desarrolla en el Madrid de la década de los 50. Miembro de la alta burguesía, descendiente de los Silvela políticos del S.XIX y de los aristócratas y juristas Sangro, goza los privilegios de su clase, pero trasciende las probables limitaciones de su óptica gracias a una sensibilidad dolorosamente acentuada por su enfermedad, una grave lesión cardíaca que le obliga a largos reposos en un sanatorio de la sierra, y de la que muere a los 32 años, seis después de haber abandonado su Diario. Lo que en él atrae poderosamente es la delicada penetración con que describe lo que en cada momento le rodea, y el reflejo de la vida cultural madrileña en aquel decenio. Amigo de pintores como Fernando Zóbel y, sobre todo, Gerardo Rueda, y de intelectuales como la familia de Julián Marías y los hijos de Ortega y Gasset, desfilan por sus páginas los conciertos del Monumental, el Palacio de la Música y el Club de Juventudes Musicales, el descubrimiento del último Stravinsky, de Hindeminth y Bela Bartok, las lecturas de Kafka, Rilke, Proust, las conferencias de Federico Sopeña, Gómez de la Serna, Fernando Vela,... Es curioso cómo los ecos de una época que viví como estudiante en aquel Madrid que pugnaba por abrirse al mundo de me reviven ahora, filtrados a través de una vida que fue, en efecto, tan breve.

¿Pude encontrarme con J. M. Silvela en algún concierto, en el curso de Ortega o los de Julián Marías, en la biblioteca del Ateneo, en el Museo del Prado, en los paseos por la calle Fortuny, donde estaba mi Colegio Mayor, que fue anteriormente la Residencia de Señoritas hija de la Institución Libre de Enseñanza y conservaba su huella carismática...? Es muy posible; la pregunta me la plantea este libro que ha venido a buscarme.

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