Nuestras vidas transcurren en un lugar y durante un tiempo. Si alguien nos preguntara: «Has visto a Joan», y le dijéramos que sí y, a continuación, nos volviera a preguntar que «dónde» y «cuándo» y nosotros le respondiéramos que «nunca y en ningún sitio», ese alguien estaría seguro de que no hemos podido ver a Joan: nuestra existencia, pues, transcurre necesariamente en un lugar y durante un tiempo. El espacio y el tiempo son una condición necesaria a la que estamos sometidos la "totalidad" de los que existimos.

Digo esto porque, sí es así, de ello se sigue esto otro: la gestión del espacio y del tiempo pertenece al dominio de lo de todos, de «lo público», es decir, al ámbito de la política, es decir, del bien común. Existe, sin embargo, una minoría de grandes comerciantes que se arroga el control del tiempo: ellos quieren decidir los horarios comerciales, cuándo es fiesta, quién descansa y quién trabaja. En un ejercicio tiránico de la libertad «genérica» y con la excusa de lo bien que nos irá económicamente a «todos» si a ellos les va muy bien, se atribuyen un derecho que no les corresponde porque la mayoría no se lo ha concedido ni reconocido. Son la nueva Iglesia y el viejo becerro: nos imponen el santoral: el culto a San Fashion y a Santa Rebaja convierte a los trabajadores del sector en monaguillos sin fiestas y sin vida privada, genuflexos y amén. Creo, por el contrario, que es bastante razonable que todos estemos al menos un puto día a la semana sin comprar y descansando. Y lo razonable es lo conveniente; y conseguir lo conveniente es el fin de la ley, y la ley es cosa del legislador. Las grandes superficies comerciales no son, por el momento, el poder legislativo ni el ejecutivo. ¡No sean abusones!

Existe, también sin embargo, una minoría de pequeños comerciantes que se arrogan el espacio: ellos quieren decidir que calles pueden o no pueden ser peatonales. La mayoría, no obstante, quiere que el centro histórico (¿hay alguno que no lo sea?: el entorno de La Llotja y el Mercat Central) se «pacifique» al tráfico y sea paseable. Creo que la peatonalización es un fenómeno en aumento y necesariamente imparable y que, paradójicamente, no perjudica al comercio, sino todo lo contrario. Creo también que ciertas razones son inevitablemente modificables y que, ahora mismo, la mejor decisión, según la lógica Borgen, es la adoptada por el ayuntamiento: si los vecinos creen que la peatonalización es insuficiente y los vendedores del mercado que excesiva, entonces la decisión del consistorio es la adecuada. Cuando el éxito de las medidas adoptadas convenzan a los que temen el fracaso y cuando la solución del aparcamiento de Brujas anime a los que se quedaron con ganas de más a conseguirlo, será la ocasión de modificar lo acordado en este momento. Dicho esto, no diré más.