Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Carnistoltes, bones voltes

La fiesta es uno de los elementos genéticos más destacados de los valencianos. Algún genetista debiera hacer un estudio con el objetivo de determinar si en las cadenas de nuestro ADN predominan los vagones del carácter festivo, que nos hacen vivir en permanente estado de fiesta y el del «no pasa nada y si pasa no importa», vulgo dixit, meninfotisme.

De todo el año, las únicas fiestas netamente civiles que tenemos son los Carnavales, en los que no hay ningún elemento religioso excepto aquellos que son para la sátira y la ironía infaltables en este tipo de exhibiciones.

Poco a poco han ido recuperándose los Carnavales en Valencia, potentísima fiesta que prohibió y ahogó la Oprobiosa al imponer su fúnebre manera de entender la vida a la lúdica antropología de nuestro pueblo barroco, colorista y mediterráneo.

Quisieron siempre los políticos conservadores domeñarnos a la manera de la aburrida Castilla, donde ya Carlos I, en 1523, prohibió expresamente las mascaradas, moda que nos llegó desde Italia, por nuestra buena relación marítima con Venecia y Francia. Poco éxito tuvieron ante la liberalidad de este pueblo.

En un Dietario de 1709, 12 de febrero, se describe el Martes de Carnaval, víspera del Miércoles de Ceniza, así: «Fue este día célebre en Valencia: estaba toda hecha un mar por la mucha agua que echaban de todas las casas a los que paseaban las calles, volviéndoles en retorno a los que tiraban agua algunas naranjetas de aguas de olor, pero impacientes los soldados y gente vagabunda, llevaron muchas capadas de naranjas y limas, que las tiraron a las que echaban agua, con lo cual llegó la noche y cada uno se retiró a descansar y enjugarse».

Los Carnavales o Máscaras Públicas eran tiempos de bromas, algunas pesadas, otras divertidas, de disfrazarse de cualquier cosa „que es lo que nos va„ y de bailoteos.

Los más desvergonzados aprovechaban y protagonizaban excesos, lo que obligó a que se prohibiera llevar antifaz en evitación de tropelías que garantizaba el anonimato. Fue la eliminación de esta orden lo que hizo que el Carnaval en la ciudad de Valencia triunfara.

Tanto y tan a gusto se despachaban que el ayuntamiento, en 1835, ordenó la organización de patrullas vecinales para evitar abusos y desórdenes, dada la falta de agentes del orden para la ocasión.

También dispuso cerrar al tráfico de carruajes y hacerlas peatonales en días de Carnaval las calles del Mar, San Vicente, Glorieta y Alameda, así como las plazas de la Congregación y Santa Catalina, pues eran los lugares de desfiles de las Mascaradas.

En la Alameda se hacía el desfile principal, era nuestro particular sambódromo de Rio de Janeiro, y allí se instalaba la tribunal del jurado que daba los premios a personajes, grupos y comparsas.

Hubo una curiosa evolución del Carnaval de Valencia. Martínez Aloy escribía hace un siglo que sufrió «una bella transformación: caracterizabalo ante la nota popular con sus disfraces groseros, bromas despiadadas y ademanes libertinos, y ahora lo informa un gusto refinado que se ha convertido aquella expansión en una fiesta cultísima del arte valenciano, muy adecuadas a las aptitudes de nuestro pueblo y al moderno ambiente en que se agita».

En el siglo XVIII hubo abundante crónica y literatura de los Carnitoltes valencianos, siendo un clásico el «Parlament curios, y entretengut, pera el desfres de les Carnistoltes : en que un llaurador va curruqueixant a una dama, explicantli son amor : y pera mes ablanarla li pondera ses habilitats, como ho vora lo curios», de Carles Ros y Agustín Laborda, el primero literato y el segundo impresor.

Compartir el artículo

stats