A raíz de terremoto de pasado 25 de enero en el Mar de Alborán y sus efectos, afortunadamente mínimos, en Melilla y localidades del Andalucía, un grupo de científicos y técnicos de la administración manifestaron en la prensa la existencia de «amnesia sísmica» en España. Y en efecto es así. Nos asustamos momentáneamente cuando ocurre un terremoto, pero en poco tiempo nos olvidamos del evento sufrido y, lo peor, no transmitimos las enseñanzas sacadas de esos acontecimientos extraordinarios a modo de educación para el riesgo. Y nuestra amnesia no sólo es sísmica, es también climática. Nos olvidamos muy pronto de eventos extremos de causa atmosférica (lluvias torrenciales, sequías, temporales). Atendemos sólo al flash informativo momentáneo, inundamos las redes sociales con mensajes, cubrimos las primeras páginas de periódicos y telediarios con titulares de la noticia. Pero al día siguiente todo ha pasado. No se trata de estar machacando a la audiencia, es decir, a todos nosotros, con mensajes del miedo. Pero tampoco es bueno el efecto contrario. La educación para el riesgo es, o debe ser, un proceso constante, cuyos efectos sólo pueden evaluarse en el medio plazo. Se trata de divulgar mensajes claros a la sociedad, comenzando en las escuelas, para que sepamos reaccionar en caso de desastre natural, para que respetemos el medio y su comportamiento a veces extremo. En definitiva para que asumamos que somos sociedades de riesgo y que vivimos en territorios donde es frecuente el desarrollo de episodios de rango extremo. La amnesia ante el riesgo tiene un efecto perverso: seguirá muriendo gente y seguiremos perdiendo bienes. En nuestras manos está solucionarlo de un modo sencillo: educando.