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Sin Gobierno

En Madrid, ciudad dada a la intensa rumorología política, se cuenta en algunos cenáculos que ya existe un acuerdo de gobierno entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Se aduce, incluso, que las últimas purgas en el seno de Podemos que han afectado a territorios clave para la cuestión plurinacional obedecen a ese pacto, del que, obviamente, quedará aparcado el espinoso tema del referéndum€ Comidillas madrileñas; veremos qué pasa en las próximas y decisivas horas.

Lo bien cierto es que han transcurrido más de 50 días desde las últimas elecciones generales y todavía la están peinando. Un parlamento con un reparto de escaños diabólico ha complicado las cosas hasta el paroxismo, incluyendo a los 19 diputados en versión ahora independentista (los de ERC, DiL y EH-Bildu) y que antaño solían servir para completar mayorías suficientes de sostén a ejecutivos monocolores pero con amplias concesiones en la periferia. Eso ya no es posible y, en consecuencia, todo se complica, de ahí que una repetición de las elecciones no vaya a aclarar demasiado las cosas, según los expertos.

A lo largo de estos casi dos meses, lo que hemos podido observar es el juego de la política en todo su esplendor táctico y su definitiva conversión en espectáculo mediático. No nos debe extrañar ni incitarnos a rasgarnos las vestiduras. Lo único estomagante es el descaro con el que todos apelan al sentido del Estado o a la ciudadanía para articular un discurso banal que únicamente busca la crítica del rival. Han pasado casi dos meses en los que en sucesivas oleadas todos han venido sufriendo varapalos y descréditos al poco de prometérselas felices.

Así, hemos visto a los socialistas exponerse a la opinión pública con la crudeza de sus divisiones internas, huir a Pedro Sánchez del pasado felipista o escabullirse de sus responsabilidades como soporte a los gobiernos municipales de grandes capitales dedicados al show postrepublicano. Pero cuando más complicada parecía la posición socialista, al PP le han puesto un circo de tres pistas y le han crecido docenas de enanos, destrozando al partido en sus bastiones de Valencia y Madrid: mientras en su sede de Génova vivaquea la policía judicial, Mariano Rajoy, otrora maestro metrónomo, dominador de los tiempos a la gallega, se pasa de frenada con el rey Felipe VI y deja a su partido sin ninguna ventaja de nada.

En el otro frente, para los que se autointitulan novísimos, convencidos de que el mantra del cambio siempre es benefactor, las cosas no han ido mucho mejor a pesar de su reducida exposición a la gobernanza. Iglesias ha escenificado varias chulerías impropias de un líder renovador, y su oscilación entre la camisa arremangada y el esmoquin de alquiler o sus verdaderos pactos electorales con mareas y comunes no se entienden nada bien mientras en el seno de su movimiento se van liquidando las discrepancias por la clásica vía expeditiva de la política autoritaria.

Solo Ciudadanos, con su apelación a la gobernabilidad posible, sintoniza con los deseos mayoritarios, pero tampoco parece que esté aprovechando la coyuntura todo lo que podría, carente de cuadros como está „y se percibe„ y con el miedo a meter la pata por parte de un líder, Albert Rivera, al que le pueden sus tics y ansiedades.

La excepción de esta regla ha vuelto a venir de la mano de Mónica Oltra, cuya capacidad para extraer rédito de la mínima situación favorable al tiempo que noquea a sus rivales, no deja de sorprendernos. A estas alturas, si ella fuera diputada en Madrid en vez de vigía del pacto del Botánico, estaríamos hablando de una política con mayor proyección que las Colau, Carmena, Tania et altrii lideresas de la nueva política. A pesar de lo cual, no es descartable que se haga con un ministerio clave en ese fututo Gobierno rupturista que anuncian los rumores. Si consigue eso, o que la política valenciana tenga voz propia en el Congreso o que nos mejoren la birria de financiación que ahora tenemos, Oltra estará en condiciones de proyectarse y de capitalizar todos esos logros. Y no habrá quien la pare en la próxima década.

Con todo, la principal impresión que parece transmitirse al común de los mortales electores es la inanidad de nuestra actual clase política, incluso la vileza de algunos de sus enfrentamientos. Se supone que los políticos son los delegados civilizados de nuestras opciones, los que deben matizarlas y consensuarlas con las próximas y hasta sobrellevarlas con las más alejadas. De ahí que resulten incomprensibles algunos comportamientos como las negaciones de Sánchez al PP por no hablar de la falta de grandeza y discurso de Rajoy en el momento clave de su encrucijada vital.

Cierto es que el líder socialista ha toreado a Rajoy su proyecto de entente a la europea, pero esa circunstancia no debería invalidar otras alternativas que serían tan útiles al país como a la necesaria regeneración conservadora. No olvidemos que el PP supera con creces el tercio de los diputados fijado en 117 y necesario para cualquier reforma de calado, y cuenta también con mayoría absoluta en el Senado. Quedarse a verlas venir en el parlamento, ser la referencia de autoridad en la Cámara, teledirigir las reformas sin sobresaltos y sin riesgos, colocar independientes afines y, lo que no es baladí, iniciar el deshielo del PP hacia un partido más moderno y más democrático en su interior y sin temor a nuevas complicaciones judiciales€ todo eso se va a perder Rajoy por no abstenerse en un posible gobierno de centro-izquierda.

Pero ni por esas. La España maniquea, la del continuo ajuste de cuentas y la destrucción moral del adversario, no hay manera de quitárnosla de encima, al contrario, cada vez que hay un partido del siglo entre el Real Madrid y el Barça parece que se renueva. El próximo capítulo posiblemente será el de un nuevo quijotismo utópico. ¡País!, que decía Hermano Lobo.

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