The Walking Dead es mucho más que una serie de zombis. Siempre lo fue, incluso en esa soporífera segunda temporada en la granja eterna. Ahora, vuelve en la segunda mitad de su sexta temporada que nos dejó en Alexandria „no diré más„ y con una sensación punzante de encontrarnos ante una oscuridad inmensa que, de alguna manera, nos devuelve la mirada.
Cuando los personajes se enfrentan al dolor y a la nada que traen las historia del fin del mundo, ya sea por zombis, terremotos o un asteroide adecuadamente apuntado hacia la Tierra, no es complicado ponerse en su lugar, como en un libro de Elige tu propia aventura. Sí, de esos que todos leíamos con un dedo en la página anterior por si nuestra elección hacía que se acabara la historia.
Pero The Walking Dead, cuyo deambular por la historia de la televisión en estos últimos años es tan dubitativo, y también implacable, como el de los zombis que la protagonizan, no permite volver atrás. No. Tampoco lo permiten las decisiones que tomamos en nuestro día a día, aunque no tengan la importante de decidir a quién salvamos del ataque de una horda de caminantes enfurecidos.
Y esa es la gracia del género de terror en su subgénero del fin de los tiempos. Y nadie lo sublima como The Walking Dead, que muchas veces tras las vísceras y el gemido de los no muertos plantea tantos debates y tantas situaciones en las que la humanidad de los personajes se pone a prueba que parece que busca trascender más allá de la casquería.
Es hija The Walking Dead de la etapa dorada de las series de televisión, esa que dictaba que cada héroe tenía que ser, a su vez, su propio antagonista. Guiones complejos escondidos en una apariencia artificiosa que ocultan mucho más de lo que parece a simple vista. Debates y zombis de la mano en un día a día en la oscuridad y la violencia interminable en la que este mundo se sumiría si la civilización decidiera tomarse un largo descanso.
