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Javier Cuervo

Acero y pan ácimo

Es el acero y es la hostia. Las monjas del convento de la Sagrada Familia de Puçol, fabricantes de obleas, se quejan de que los curas compran el pan de hostia en los chinos. Ellas, sin cobrar sueldo, no logran hacer unas bolsas de hostias que puedan competir con las que vienen de Asia en contenedores. Hablamos de harina de trigo sin levadura, agua y horno. ¿Se puede hacer pan ácimo a tan ínfimo coste que, añadiéndole portes, manipulación y márgenes de venta, aún sea más barato que el hecho en proximidad por mano de obra esclava del Señor?

El valor añadido de la hostia lo pone el cura en la consagración, cuando se convierte en carne de Cristo, pero la oblea debe de tener una composición y una trazabilidad. Hace años supimos los problemas para comulgar de una niña católica, andaluza y celiaca por la intolerancia del cura a consagrarle algo que no estimulara su intolerancia al gluten. Por aquel rico debate nos enteramos de que hay curas en Centroamérica que dan la comunión con obleas de maíz y otros a los que les parece fatal esa adaptación porque Cristo, al haber nacido 1.500 años antes de que se descubriera América, no comió tortos, ni tortas, ni nachos en la última cena. Todo párroco consciente debería tener la certeza de la calidad de lo que da a sus fieles, sin que importe tanto el precio. Una oblea con trazas de arroz, por ejemplo, no está en la ortodoxia ritual.

No todo es China. Parte de la ruina de las monjas la causó un desalmado que les vendió una maquinaria inservible. Pese a uno y otro, ellas no se rinden y han pensado en la alternativa de la externalización a Mercadona o Consum. Lo peor para todos es que cuanto más sabemos de la globalización económica menos sabemos a quién desear éxito. Antes nos asustaba lo bien que le iba a China y ahora las consecuencias de que le vaya mal. Hasta un palé de hostias nos inquieta.

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