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Asesores de carnet

Saltó la sorpresa: los partidos políticos se dedican a utilizar las empresas públicas, así como los puestos de asesor con los que cuentan en las instituciones, para colocar a paniaguados del propio partido. A menudo, sin formación específica en el campo para el que teóricamente han sido contratados. También a menudo, sin que trabajen, de facto, en su puesto laboral (están demasiado ocupados trabajando para el partido). En resumen: en este local se juega: ¡qué escándalo!

La figura del asesor contratado para dar apoyo al político tiene todo el sentido; la Administración se ha hecho cada vez más compleja y difícil de manejar; el político no puede llegar a todas partes, a menudo los funcionarios que tiene asignados bajo su responsabilidad no pueden ayudarle con la flexibilidad y rapidez que la ocasión requiere, o sencillamente no cuentan con la especialización necesaria. Ahí entran los asesores, en teoría contratados por su prestigio y formación especializada en el campo correspondiente. Todo esto, claro, si la cosa funcionase bien. Por desgracia, durante décadas lo ha hecho mal (cada vez peor, de hecho), ante la complacencia de todos los partidos políticos, que para algo (cada uno en una medida proporcional a su implantación electoral y sus responsabilidades de gobierno) todos se beneficiaban de hacer la vista gorda.

¿Y qué significa hacer la vista gorda? Contratar a gente cuya trayectoria tiene poco que ver con las funciones que teóricamente va a desempeñar; o que, en todo caso, no las desempeñará, sino que se dedicará a hacer otras cosas (o, directamente, a no hacer nada de nada). Contratar a los asesores y puestos de designación directa, en resumen, por afinidad partidista; como un servicio al partido, que tiene mucha gente por colocar, y muchos servicios prestados (al partido, se entiende; no a la sociedad) que reconocer.

Así es como los puestos laborales que puede ofrecer la Administración pública sirven, indirectamente, para financiar a los partidos políticos: la administración paga el sueldo, pero el asalariado ofrece su fuerza de trabajo (o su complacencia, o su fidelidad, o lo que sea menester) al partido. Una patrimonialización de lo público por parte de los partidos políticos en toda regla, que ahora está estallándoles en la cara a raíz del caso Imelsa y la retahíla de confesiones de Marcos Benavent, de «yonqui del dinero» a «gurú arrepentido». Pero que no sólo se da en las empresas públicas, ni mucho menos; ayuntamientos como el de Valencia también se han significado, durante mucho tiempo, por hacer un peculiar reparto de los puestos de asesor, con militantes del partido cuyos perfiles resultan totalmente intercambiables con los de los concejales. ¿No se suponía que el asesor estaba ahí para proporcionar al político los conocimientos especializados y la visión particular de las cosas de los que éste carece?

El actual clima social, que lleva incubándose años, ha provocado un cambio drástico en la percepción con la que se observan determinadas prácticas de los partidos políticos: donde antes había opacidad, impunidad, y la sensación de que «las cosas son así», y por tanto no tiene mucho sentido empecinarse en cambiarlas, ni siquiera en denunciarlas, ahora tenemos indignación, vigilancia y celo purificador. No todo es positivo (a veces el afán inquisitorial llega a extremos ridículos), pero el balance, sin duda, sí que lo es: lo que hace años resultaba habitual, ahora es impresentable, y cuando algún partido intenta remedar alguno de los trapicheos de antaño, la respuesta (social y mediática) es rápida y devastadora. No cabe engañarse: por difícil que parezca adoptar todo tipo de medidas de control, y por incómodo que resulte, para los representantes políticos, estar sometidos a un escrutinio público implacable, es esa la manera adecuada de obrar. Es así como avanzan las sociedades, y como los recursos públicos se aprovechan mejor.

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