La tónica de estos tiempos que nos ha tocado vivir parece clara: convertir anécdotas absurdas en intolerables afrentas a nuestros principios morales. La gente decente debe indignarse siempre por menudencias. Cuanto más estúpida e insignificante sea la polémica, más ríos de histeria dejaremos correr. Cualquier metedura de pata, cualquier chorrada que nos contraríe ligeramente debemos interpretarla como una brutal agresión a nuestras creencias más íntimas. Así, sin matices.

Es más, toda idea que no acabe de convencernos podrá ser tildada de falta de respeto. ¿Los leggins de leopardo? Falta de respeto. ¿Echarle cilantro a la comida? Falta de respeto. ¿La música chill out? Madre mía, eso sí que es una feroz falta de respeto. En cambio, los auténticos ataques contra nuestros derechos son sencillas y necesarias llamadas al orden para que no nos despendolemos.

Así que, queridos lectores y sin embargo amigos, es posible que haya llegado el momento de decir adiós. He hecho el petate, me he preparado un café y aquí estoy, escribiendo este artículo y esperando a que vengan a arrestarme. ¿El motivo? Tengo tres marionetas en casa. Tres. No es que sea una apasionada de los títeres -los tengo de adorno- pero con semejantes pruebas, como mínimo me acusan de enaltecimiento del terrorismo.

Y si se enteran de que a veces me pongo un calcetín en la mano y hago como que habla, de cabeza al calabozo que voy. Por si esto fuera poco, también poseo diversos sujetadores y quién sabe si en un futuro podría usarlos para asaltar una capilla. Y cuando digo asaltar quiero decir corear lemas con mis compañeras de clase. A ver, entre mis próximos planes no figura pasearme por un templo religioso sin camiseta, pero mejor aplicar la justicia preventiva y quedarnos tranquilos.

Claro, veo a gente furiosa porque una poeta lea en público un padrenuestro «blasfemo» o porque el artista Abel Azcona escriba «pederastia» en el suelo con hostias consagradas y me siento como una adolescente inadaptada. ¿De verdad es un ultraje tan grave? Será que soy un monstruo insensible o una bruja antisistema. La guerra cultural en la que estamos encallando promete darnos grandes momentos de emoción.

Probablemente en la Edad Media estas actuaciones habrían provocado unos cuantos ajusticiamientos públicos y unas buenas hogueras inquisitoriales, pero pensaba que ya lo teníamos superado. Y resulta que no. Todavía somos una panda de puritanos que se escandalizan mientras espían tras los visillos y gozan locamente criminalizando la ficción y los actos de protesta pacífica. La caza de brujas y el macartismo constituyen una buenísima inversión porque nunca pasan de moda. Gracias por tanto Ley Mordaza.

Tiene que ser terriblemente angustioso afrontar cada irrelevante suceso cotidiano con esos niveles de estrés y crispación. Venga a ofenderse, venga a dejarse comer por la ansiedad, venga a consumir ingentes cantidades de tila. Todos esos seres inmaculados y biempensantes deben de estar gastándose una fortuna en ansiolíticos para soportar los sinsabores de la vida diaria.

Lo bueno es que nunca padecerán un infarto porque, en lugar de sufrir en silencio y acumular tensión, comparten con nosotros sus exasperadas opiniones sobre la maldad ideológica que sitia su alma y hace llorar a sus hijos. El universo entero les solivianta y no dudan en hacérnoslo saber, qué majos.