He de saludar la denuncia que el profesor Miguel de la Guardia hizo en Levante-EMV el pasado 27 de enero bajo el título «Currícula en metálico». Advertía sobre procedimientos que es muy dudoso que beneficien el desarrollo de la investigación y presentaba la otra cara de la realidad relacionada con las publicaciones periódicas que se ofertan en abierto. Esas publicaciones periódicas tienen un coste y, por tanto, sí que requieren que quien ha realizado la investigación y escrito el artículo pague para que se publique. Normalmente, sobre quien recae el coste de la edición es sobre el mismo organismo público que financia la investigación, cuyo presupuesto siempre incluye una partida para edición.

Se favorece de este modo «la proliferación de revistas que, bajo la excusa de publicarse en régimen abierto, obligan a los autores a costear los gastos de edición». Recordar este dato es fundamental, pues pocas son las autoridades académicas que han seguido las advertencias de Manuel López en su calidad de presidente de la Conferencia de Rectores (CRUE), quien afirmó en UNElibros que el open acces tiene «muchas derivadas entre las que no podemos olvidar que es muy positivo socialmente, pero más caro, aunque pueda creerse que no lo es». Hay que hacer bien las cuentas para favorecer la edición.

Una vez más, es preciso distinguir dos aspectos claves. Por una parte, si se apuesta por la transparencia, no cabe una política cultural que no informe con claridad de los costes de producción de los proyectos editoriales asignados a editores de titularidad pública. Para establecer la posibilidad de un proyecto editorial es necesario aportar los datos económicos precisos, pues unas infraestructuras que no están adecuadamente redimensionadas lo único que logran es frenar o impedir los proyectos editoriales, dado que los gastos de infraestructura agotan la capacidad económica de la editorial. ¿Cuánto tiene que vender una editorial para cubrir los gastos ocasionados, por ejemplo, por quince empleados con sus espacios, su luz, su calefacción, sus teléfonos, sus vacaciones, sus ordenadores, su Seguridad Social, etcétera?

Por otra parte, si se desea justificar la edición de titularidad pública, sería necesario analizar otras cuestiones como decidir si cabe en determinados sectores elaborar proyectos contando con los períodos de rotación del acceso a los cargos políticos, si la edición puede ser gestionada suprimiendo entidades y unificando servicios editoriales, si la edición apuesta por la edición convencional o por los bits, si debe organizarse con el organigrama actual, si están claros los fines a los que deben servir esas inversiones, etcétera. La decisión que se tome siempre deberá dejar trazas en el tejido social y no almacenes llenos de libros. El cuidado y programación de la cultura tiene que ayudar a crear una potente red social, empresarial y comercial.

Así pues, hemos de denunciar por opacas las formas de proceder de los responsables políticos que, como Xavier Rius, afirman que los presupuestos para el IAM «elevarán el fondo de 349.000 a 635.000 euros». O bien nos dan la totalidad del presupuesto o que no nos informen porque el coste del sueldo del director del IAM (68.000 euros) y el de las otras nueve personas dedicadas a la edición ya liquidan el presupuesto. Opacidad y solo opacidad que rodea otro espacio institucional. La transparencia requiere hacer posible al ciudadano el análisis de la gestión y los costes de la organización actual. ¿Lo lograremos? Al menos, reitero la exigencia.