Contaba Shopenhauer que de sus frecuentes visitas a manicomios había extraído la conclusión de que los locos no carecen de la capacidad de captar el presente, y que de ordinario eran capaces de describirlo incluso minuciosamente, pero que habían trastornado completamente su idea del pasado.

Desde esa perspectiva, la locura sería una enfermedad de la memoria. Seguramente los psiquiatras tienen sobradas razones para quejarse de semejante idea „tan unidimensional„ del malhumorado filósofo de la voluntad, pero su intuición me parece certera al respecto de esa clase de locura que puede darse en plena posesión de las facultades mentales, y que campa a sus anchas entre los cuerdos.

¿Está en sus cabales el sujeto que circula por vías urbanas apurando los límites de velocidad y sin una atenta precaución? Desde el punto de vista clínico, tal vez se trate de un individuo perfectamente sano, pero es claro que ha olvidado algo que lo convierte en un completo inconsciente, incapaz de asumir lo que hace y sus consecuencias. Nuestras ciudades están llenas de personajes de esa lamentable condición y aunque nadie está a salvo de conducirse así alguna vez, con frecuencia y con razón les llamamos locos.

Hay, pues, un sentido de la cordura que no se satisface con la mera falta de trastornos psíquicos, porque requiere un cierto grado de elaboración del propio juicio y de la propia conducta que nos permite tener presente „y no olvidar„ lo sustancial. En ese sentido, y por iletrados que sean los cuerdos, son también hombres cultos pues poseen una perfección adquirida mediante el cuidado en lo que se hace y se dice.

La historia de las palabras viene en ayuda de esta idea de la locura como enfermedad de la memoria: tanto cuerdo como recuerdo proceden del latín cor, que significa corazón. Así que recordar sería tanto como volver a poner en el corazón y tener presente ahí un asunto, una persona. El órgano de la memoria no sería por consiguiente la retentiva psicológica que podemos entrenar mediante la fijación nemotécnica, sino el órgano capaz de ponderar y sopesar la realidad, de saberla diría Platón, que por algo aseguró que conocer era recordar. Tiene corazón, por tanto, quien no olvida y recuerda cierto aspecto crucial de las cosas que le permite ver la realidad.

Max Weber describió nuestra época como el tiempo dominado por especialistas sin corazón, y tal vez hubiera podido decir locos o tontos sabiondos, ya que no basta estar clínicamente sano ni tener una formación hiperespecializada para dejar de hacer el loco: estar cuerdo es ser capaz de entender la realidad, de sopesarla sin olvidos y distorsiones cruciales. Y si, como sugiero, cabe pensar la cordura como la capacidad de realidad, entonces cabe estar más o menos en la realidad o bien enajenados en versiones delirantes. Tal vez ese sea el sentido genuino de la cultura y su rendimiento más vital: hacernos capaces de comprender; lo demás es ornato.

Los facultativos de esta cordura no son los profesionales clínicos, sino precisamente los oficios de la inteligencia y la sensibilidad comprensiva, es decir, historiadores, filósofos, literatos, artistas. Ciertamente también a éstos les ocurre como a los psiquiatras, que con frecuencia se parecen más a sus pacientes que al personal más común. Pero es que lo siguiente más peligroso a un enemigo armado es un amigo armado, y los policías se parecen muchas veces a sus contrarios, así que también lo que más se parece a un filósofo es un ignorante pretencioso, a un historiador un fabulador sectario, y a un artista un mentecato de mal gusto.

Además, como para ver las cosas como son de vez en cuando hay que desbordar lo acostumbrado y proponer visiones que pasarán por extravagantes hasta que se comprendan, no siempre resultará fácil distinguir entre la impostación y la novedad genuina. Y ahí está el problema, porque a falta de auténtico talento, es decir, del genio necesario para suscitar la comprensión de facetas nuevas de la realidad, los psiquiatras se hacen pasar por locos, los artistas por provocadores extravagantes, los filósofos por insolentes desenmascaradores, los historiadores por fabuladores de relatos alternativos, los titiriteros por pedagogos y los concejales de cultura por cultos.

Sin embargo hace ya mucho tiempo que se malversó la idea de que la cultura debe ser profanadora de lo acostumbrado, pues entre los oficios creativos ya no hay nada tan políticamente correcto como la incorrección, y nada tan convencional como la extravagancia, y en esos ambientes nada resulta tan recatado como la obscenidad. Por eso los viandantes de nuestras sociedades dicen de nosotros lo que de aquellos conductores demenciados, y en cuanto se desvanece el revuelo de nuestro histrionismo miran para otro lado sin volver a esperar que la cultura tenga que ver con la comprensión de la realidad, incluida la de sus vidas y sus sociedades. Y así nos vamos haciendo todos y simultáneamente menos cultos y menos cuerdos.

Para romper esa lógica falsificadora que identifica lo valioso culturalmente con lo demenciado, necesitamos recordar con Octavio Paz que «la originalidad es hija de la imitación», y que allí donde los oficios son más creativos más ineludible resulta la severa disciplina de su aprendizaje mediante la emulación. Lo saben de sobra pintores y poetas. Así que solo la solvencia en la asimilación comprensiva de lo que ha sido justifica y capacita para la proposición de novedades: es la memoria eficiente y latente de lo anterior en lo nuevo, aunque sea para criticarlo, lo que presagia su valor.

«Estamos hechos de memoria y de olvido» aseguraba el Nobel mexicano, y la cordura es el juicio atinado sobre qué debe ser olvidado y qué hay que mantener en el recuerdo. La memoria misma está hecha tanto de recuerdos como de olvidos. Recordar lo valioso y olvidar lo deleznable es crucial para mantener la cordura y la cultura. Para aprenderlo nos ayudaría recordar lo que otro Nobel, esta vez argentino, nos enseñó con su «Funes el memorioso». Lamentablemente, el hecho de que tanto Paz como Borges recibieran el Nobel y hayan muerto probablemente los convierta en casta gerontocrática: gente que, por lo que parece, no merece nuestro recuerdo.