La ciudad contemporánea es el escenario simbólico de las confrontaciones de poder. El que tiene la calle, aunque sea provisionalmente, es soberano. «La calle es mía» era el mensaje que Manuel Fraga enviaba, como ministro de la Gobernación, a las otras fuerzas sociales. Las ciudades han tenido siempre una presencia policial básicamente comprometida con la protección de la propiedad y la eliminación del desorden, en su sentido material. Los cacos y los alborotadores son los enemigos naturales del orden ciudadano, a los que se han unido ultimamente los automovilistas conflictivos y los vendedores ambulantes. Nuestra zarzuela está llena de municipales con bigote que cortejan a las criadas mientras cuidan de la paz urbana. Más tarde la ciudad hospeda a la policía, los grises, más politizados. Pero, a medida que la ciudad crece y se segmenta, están surgiendo otras policías, éstas privadas, que defienden la particular interpretación que tienen del orden público quienes les pagan. Hay policías privadas en urbanizaciones del suburbio rico, hay policías privadas en empresas, bancos, edificios comerciales y hasta empresas de servicio público las contratan.

La tendencia que se observa es trasladar el orden público en términos tradicionales, la lucha contra cacos y alborotadores, a esas policías privadas reservando las otras para más altos designios. Ello ha hecho surgir un importante negocio de la seguridad del que son dueños o asesores expolicías, ex guardias civiles y hasta exmilitares que reclutan, adiestran y uniforman a un creciente número de mocetones. Es un empleo ambicionado por jóvenes incapaces de entrar en el mercado de trabajo convencional y cuya motivación va desde la pura soldada a dar suelta a su masculinidad, algo de lo que saben ya, por experiencia, bastantes ciudadanos, sobre todo los más pobres y desastrados. Van entrando también las mujeres y ello quizás pueda hacer prevalecer el cerebro sobre la testosterona.

El mercado de policía privada es un subproducto del miedo, sabiamente utilizado por los especialistas de marketing de esas empresas y también de la desconfianza hacia la policía pública, a la que acusan de no siempre acudir con la necesaria diligencia en defensa de la propiedad. La verdad es que algunos de los que los contratan tienen motivos sobrados para tener miedo. Con frecuencia, los más sinvergüenzas tienen los mejores guardaespaldas. El problema es que no siempre están bien delimitados los derechos y obligaciones de los policías privados, convertidos también en filtradores de visitas. ¿Pueden pedir y retener el DNI a la entrada de un edificio? ¿Pueden prohibir la circulación por áreas públicas? ¿Pueden cachear en grandes almacenes? ¿Pueden ejercer violencia? Cuando veo a un joven de seguridad en un banco me pregunto si llegaría a enfrentarse con un atracador armado. Desde luego, los consejeros de los bancos no lo harían.