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Libros vividos

En 2013 la neozelandesa Eleanor Catton se convirtió, a sus veintisiete años, en la autora más joven en ganar el Booker Price por su novela Las luminarias. A este mérito se agrega otro, tan original como ejemplar. Con el dinero del premio y el de sus derechos para rodar una serie de televisión, Catton instituyó una beca singular: regala a los escritores tiempo para leer. Ella lo explicaba así: «Los premiados reciben el importe de la beca, leen lo que quieran durante un tiempo, y escriben después algo, según su inventiva, que se publicará en la web».

¡Tiempo para leer! ¡Menudo regalo! Sabido es que, por lo general los escritores no andan sobrados de recursos económicos que les permitan abandonar „o aminorar„ el trabajo con el que s sustentan, para dedicarse a la lectura de fondo, tan indispensable en su oficio... y yo diría que en cualquier otro. O sea, que la citada beca merece un aplauso.

El placer „y la necesidad„ de la lectura se refuerzan misteriosamente cuando llegan libros que han vivido vidas anteriores. Voy a transcribir unos párrafos de otra joven escritora, la poeta colombiana María Gómez Lara: «Mis libros gastados, subrayados, llenos de cicatrices como yo, trajinados como la piel que me cubre, son lo más mío; veo en sus páginas mis huellas digitales, las letras de mi nombre».

Esos libros «gastados, subrayados» son lo que puede encontrarse en la Feria del Libro Viejo que ahora extiende a lo largo de la Gran Vía del Marqués del Turia un rosario de casetas rebosantes de los más variados tomos, que lanzan su llamada silenciosa. Han sido testigos y compañeros de lectores desconocidos, que algunas veces dejan en ellos su rastro: una fecha, un lugar, un nombre, o anotaciones en los márgenes, o (como me ha ocurrido, para feliz sorpresa, en más de una ocasión) una reveladora dedicatoria autógrafa. Son libros que, a la vida que nos aporta su contenido, añaden la suya propia, como objetos que unas manos abrieron y hojearon cuidadosamente, y unos ojos recorrieron cada línea, dejando la sombra de una mirada comprensiva.

Suele decirse que las mujeres leemos más, aunque desconozco datos fiables al respecto. Pero ciertos son los testimonios plásticos. Numerosísimos pintores han representado figuras femeninas, desde la Edad Media hasta nuestros días, en el acto íntimo de una reposada lectura; no deja de ser una buena pista. El artista austríaco Franz Ebyl, que en la sociedad vienesa de su tiempo gozó de gran prestigios como retratista, pintó en 1850 a una deliciosa adolescente absorta en su libro, probablemente antes de decidirse a conciliar el sueño, todavía con la pulsera de corales en su brazo izquierdo. ¡Era tan interesante lo que estaba leyendo!...

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