Como decía Jardiel Poncela, las malas noticias hay que darlas pronto. Y una mala noticia ha sido el primer acto de investidura de Pedro Sánchez. No me refiero a los previsibles resultados. Tampoco a las estrategias de los partidos que estuvieron bastante claras (con algunos subtextos: ¿de verdad quiere Podemos pactar con el PSOE, o persigue nuevas elecciones con el fin ocupar el espacio de la izquierda?). Ni siquiera quiero hablar de la calidad de los parlamentarios, que ha mejorado. Es evidente que la llegada de Pablo Iglesias a las cortes va dar mucho juego, con un estilo con tintes de columna periodística y buenas dosis de ideología. Y tampoco quiero hacer matemáticas y repetir que solo hay dos posibilidades de gobierno sin el PP: un imposible (por ahora) pacto de PSOE, Cs y Podemos, y otro muy difícil (por ahora) de PSOE, Podemos, IU, Compromís y la abstención de los nacionalistas.

Pero sí que quiero remarcar que persiste la vieja política. Me explico.

Si la política, siguiendo a Adela Cortina, cuenta con tres posibilidades de alcanzar decisiones comunes: la imposición, que no es un modo democrático; la agregación de preferencias o de intereses, con voto en bloques y sin fisuras; o la deliberación, que pretende transformar públicamente las diferencias para llegar a una voluntad común.

Hoy predomina el modelo «agregacionista»; un modelo muy apegado a las listas cerradas, en el que los ciudadanos y parlamentarios forman sus preferencias e intereses en privado, y después en público no pueden hacer sino sumarlos; mientras que el «deliberacionista», de tradición republicana, busca formar una voluntad común a través de la deliberación, no sobre todas las cuestiones, pero sí sobre algunos asuntos básicos. En la democracia deliberativa, las decisiones vitales surgen del intercambio de argumentos y de la calidad de las justificaciones para avalarlas, aunque al final haya que votar.

El actual Parlamento está muy lejos de ser deliberativo. Es impensable que se cambien las posiciones iniciales al final de un debate, ya que los puntos de vista se presentan para diferenciarse claramente del contrario, desde la construcción partidista de la realidad. Por ejemplo, cualquier discurso de Pedro Sánchez hubiera llegado al mismo resultado, tanto con la utilización de buenos como de malos argumentos. Estos no importan. Salvo para sus partidarios y algún televidente indeciso. Pero la actual fragmentación del Parlamento precisa de, al menos, un mínimo de deliberación.