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Matías Vallés

Sánchez sabe perder

La utilidad de la verdad en el discurso político está muy sobrevalorada. Franklin Delano Roosevelt pronunció en1940 unas palabras premonitorias: «Lo he dicho antes, pero lo diré una vez más, y otra y otra más. Vuestros hijos no van a ser enviados a una guerra extranjera». A nadie se le escapa el sarcasmo de que 400.000 «hijos» de estadounidenses morirían a lo largo del lustro siguiente en «una guerra extranjera». Sin embargo, hay algo peor. Al mismo tiempo que el presidente estadounidense adoptaba un tono paternalista, ordenaba multiplicar por seis el presupuesto militar de su país. Todo lo cual no ha sido obstáculo para que Roosevelt sea considerado uno de los estadistas más relevantes que vieron los siglos, y faro de la democracia basada en la verdad.

Volvamos a España, pero ahora desde la premisa de que los políticos mudan de discurso como los lagartos cambian de piel, con el corolario de que esta volatilidad puede ser beneficiosa para el común. Se amortiguan así los sarpullidos ante el saludable debate que ha celebrado la resurrección del Congreso. Las intervenciones parlamentarias más delirantes tienen el valor del momento en que fueron pronunciadas, o quizás menos. Despojada de la coraza argumental, la segunda humillación sufrida por Pedro Sánchez en otros tantos días obliga a evaluar su extraña pirueta. A la vista del único resultado posible, ¿volvería a intentarlo el líder socialista si pudiera atrasar el reloj?

El asalto fallido de Pedro Sánchez a los cielos pasará a la historia como el último intento de forzar un Gobierno de espaldas a la voluntad manifiesta de los votantes. La investidura fue cocinada de espaldas al 20D, una temeridad compartida por los análisis que se vienen superponiendo desde las generales. Se actúa como si Podemos no existiera, cuando tiene 69 diputados que de momento votan al unísono. Se sobrevaloran los 40 escaños de Ciudadanos. Desde foros delirantes se alentaba la hipótesis de que Mariano Rajoy podía ceder galantemente las llaves de su Moncloa al líder socialista, en una rendición de Breda actualizada. Se apuesta por todo lo que no puede ocurrir.

Según el mandato de los votantes, las únicas opciones de Gobierno en España se corresponden, bien con la gran coalición PP/PSOE descartada por los socialistas, bien con un enrevesado pacto a la izquierda con apoyo explícito o tácito de los nacionalistas. Albert Rivera mejora el guiso, pero no otorga mayorías pese a los esfuerzos preelectorales del CIS en encuestas desacreditadas. Según suele ocurrir, Sánchez ha recorrido el camino de la investidura en sentido contrario. En primer lugar, le correspondía cerrar el acuerdo que estaba negociando a su izquierda. Una vez superada la cota de los 160 diputados, con la mayoría absoluta en 176, debía concentrarse en amordazar a Pablo Iglesias para reclamar el auxilio inverosímil de Ciudadanos.

Sánchez entiende menos de números que la infanta. El aspirante socialista creyó que, por el solo hecho de presentarse, desplazaría voluntades tectónicas en el Congreso. Ni siquiera ha picoteado las migajas. Su única baza era seducir a una izquierda que, por primera vez en la historia, supera ampliamente en votos al PSOE. Hubiera reconstruido el Gobierno con los cascotes de su partido, porque la mayoría de sus socios han sido aupados por desertores socialistas. La tradición impone además que el pacto se cierre antes del discurso de investidura. El candidato ha de llevar la alianza puesta antes de comenzar su intervención, no puede fiar su suerte a unas dotes oratorias ignotas en este caso concreto.

El tabú de la legislatura es la entrada de Podemos en el Gobierno. Si Sánchez considera que esta hipótesis es inaceptable para el país, debe abandonar su desafío y rezar para que se detenga la erosión que padece el PSOE. El posible pacto con Pablo Iglesias es una alianza entre iguales, ha desaparecido el cambio de escala presente en anteriores uniones con IU o con los nacionalistas. El candidato del rey quería emular a sus barones regionales, y gobernar en solitario con un cómodo apoyo parlamentario de Podemos. Este planteamiento se detiene en una investidura a trompicones, sin garantizarse una mínima continuidad. En fin, un pacto no debe afrontarse desde las ganancias a obtener, sino desde la aceptación de las duras cesiones a efectuar a los socios. Sánchez ya sabe perder con elegancia, ahora solo necesita aplicar esta enseñanza a una negociación. Sin miedo a cambiar su discurso, como Roosevelt. Y aquí acaban las semejanzas.

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