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Bajarse del púlpito

Tendemos los seriéfilos a reducir la vida a lo que pasa en nuestras historias favoritas. Freud diría muchas cosas al respecto sobre cierto miedo latente a enfrentarnos con la realidad que tenemos no solo los seriéfilos sino prácticamente todos. Las series son un vehículo que nos permite autoconvencernos de que sabemos mucho de la vida porque sabemos quién es Lexa, cómo se llama el restaurante de comida rápida mexicana de Breaking Bad o de qué pueblo de Carolina del Sur es Frank Underwood.

Ya basta. Basta ya, que diría aquella. Es una cápsula en la que estamos cómodos y en la que nos sentimos seguros, pero que también, irremediablamente, nos aísla del resto de gente. Ojo, no estoy diciendo que los seriéfilos seamos inadaptados a los que nos da justo para atarnos los zapatos „y solo si llevan velcro„. No. Lo que quiero decir es que a veces, perdidos en esas ensoñaciones de Netflix, dejamos de vivir un poco, como los que viven en el mundo de los sueños enteramente nuestro que diría Dumbledore.

Las series no son importantes. No lo son. Ni siquiera son lo más importante de las cosas menos importante. Eso es el fútbol, como dice el aforismo. No dejan de ser una opción, una nueva manera de acercarse a la cultura cuyo auge se puede comparar al del nacimiento del vinilo, por ejemplo. Pongámoslo todo en perspectiva. De veras. Puede parecer más complicado de la cuenta, pero a lo mejor todos tenemos que bajarnos del púlpito y entender que quien disfruta con La Celestina puede disfrutar con Juego de Tronos y que quien se emociona con Mozart puede alcanzar el éxtasis con Hannibal. Cada uno, simplemente, elegimos con qué muleta recorrer este valle de lágrimas. Ya sabéis, la vida es lo que pasa entre capítulos de The Wire. Pero al final, pasa. De cualquiera manera, siempre acaba pasando. Depende del aficionados alas series, como del aficionado a cualquier otro tipo de cultura, no perderse el tren cuando para, aunque sea brevemente, en nuestra estación.

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