Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cuando Llegaron a prohibir las Fallas

Tan fuertes son las Fallas en las que plantifican «la despiadada contrafigura; y la sátira, la malicia, el buen humor y el sentido artístico de los valencianos han convertido paulatinamente el desgalichado montón en escena pintoresca y punzante sobre efímero monumento», dice Martínez Aloy, que no pocas veces han querido prohibirlas o censurarlas.

Enfrentarse al mundo de las Fallas es desconocer nuestra realidad. Hasta la traca, acaba de decirle Baldoví a Rivera que se choteó de ella en el Congreso, es una cosa muy seria para los valencianos. Son sus comisiones, el gran tejido asociativo de la ciudad, barrios, pueblos y parroquias. Si alguien quiere hacer algo, y que salga bien, tiene que recurrir y contar con estas taifas vecinales de la fiesta, que mantienen de forma perenne durante todo el año el pulso social de la población.

Las Fallas son el pueblo en pie de fiesta, pero también de actividad vital, cultural y social. Son el pueblo en júbilo entregado, amante y practicante de sus variopintas señas de identidad, también las folklóricas, gastronómicas y de indumentaria. Un pueblo incansable, hacedor de sinfín de cosas, un sin parar, amplio, grande, libre y democrático, como el mar de Nicolás Guillén, que renueva sus cargos todos los años eligiéndolos y votándolos asambleariamente, excepción hecha del eterno presidente Paquito el Lechero a quien se le aplicó de continuo la teoría de la adhesión carismática.

Cuando a las Fallas se le tocan las narices, se alza prestas en pie de guerra. El poder central, provincial y municipal, y hasta la misma Iglesia, no pocas veces han intentado encorsetarlas, modificarlas, cambiarlas y hasta suprimirla sin conseguirlo. Les ha molestado siempre sus fuertes críticas, su potencia opositora, su poder sobre las masas, el ser creadoras de opinión, su libertad de expresión. Ejercen como crítica oposición popular. Blasco Ibáñez las retrata muy bien en «Arroz y tartana».

El 16 de marzo de 1851, el Barón de Santa Bárbara, alcalde de Valencia, les quiso poner la proa y acabar con ellas en un bando municipal que prohibía «encender hogueras en la noche víspera de san José». La excusa fue que podían dañar las casas, pero en realidad era que le molestaba «las escandalosas escenas» opuestas a la moral y sus versos explicativos. Los valencianos burlaron aquel bando, llevándose las Fallas a las afueras de la muralla, a las alquerías, quemándolas allí.

En 1883, comenzó una guerra falleros contra ayuntamiento, a cuenta de la tasa municipal por ocupación de la vía pública de 30 pesetas. Esto hizo que cada año fuera disminuyendo el número de Fallas. Como el Ayuntamiento no cedía, en 1886 los falleros se declararon en huelga, por la tasa que subió a 60 pesetas, No plantaron Falla, sólo dos que andaban sobradas de dinero hicieron de esquiroles. Al final el Ayuntamiento reculó y redujo el impuesto a 10 pesetas, hasta que desapareció.

En 1894, la lejana Madrid quiso interferir también en nuestras fiestas y el Gobierno prohibió se hiciera mofa de presidente y ministros en Fallas. De haberse consentido la disposición este año las Fallas no estarían, como siempre, llenas de políticos impresentables y corruptos, una especie de pena de telediario efímera.

Compartir el artículo

stats