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Bienvenido a la ciudad del caos

Si no sufre de agorafobia, bienvenido a Valencia. Y si la sufre, puede que hasta se le cure. Va a encontrar un pueblo en pie de guerra, una ciudad destartalada y desarticulada, llena de obstáculos que repletan sus calles y plazas, unos bellos, hermosos, otros ruidosos. La ciudad bloqueada en su tránsito por todas partes.

Los antropólogos, que son los únicos que se han tomado en serio el estudio de las fiestas, suelen coincidir en que fiesta es ruptura con lo cotidiano y el orden. Las Fallas de Valencia son preclaro ejemplo de ello, a pesar de que aquí lo realmente cotidiano es la fiesta, vivimos en permanente estado de fiesta. Tantas que siglos atrás el gobierno municipal, avergonzado, decidió suprimir muchas con el marchamo de precepto, que ocupaban uno de cada tres días del calendario anual. A pesar de ello, marzo y abril lo tenemos a tope: Fallas, Semana Santa, San Vicente,€

Verá una marabunta de gente día y noche, con ganas de marcha. Pólvora a mansalva, músicas sin parar, verbenas nocturnas y ricos puestos de chocolate emergidos como hongos en cualquier rincón. Ah, y las carpas, parada y fonda de la fiesta, donde se come, cena, bebe y baila. Es el pueblo militante, activista y trasgresor, que no cesa en excederse contra el orden establecido.

Para la que se arma en la ciudad, no suele pasar nunca nada de importancia. Algunos carteristas y poco más. Nos protege el santo y casto san José, en cuyo teórico honor hacemos las Fallas, a quien el Consell de la Ciutat nombró protector de Valencia en 1605, mucho antes que la Iglesia le hiciera el caso debido. No sería hasta 1621 cuando el papa Gregorio XV le pusiera en el calendario litúrgico. Los valencianos somos así, en algunos asuntos, como el mismo dogma de la Inmaculada, más papistas que el Papa.

Valencia estos días es un continuum de explosiones. La fiesta, dicen los antropólogos, es liberación explosiva de instintos, aspiraciones y sentimientos. Freud diría que la fiesta es «la violación solemne de una prohibición, un exceso tolerado y ordenado». Si hubiera conocido nuestras Fallas habría quedado estupefacto al ver que la realidad superaba y desbordaba la ficción de sus teorías. Julio Caro Baroja defendía que en la fiesta el individuo se sumerge en el subconsciente del colectivo y aquí más que en ninguna parte uno puede dejarse engullir en el océano de las masas peregrinas día y noche en el curioso triángulo de las bermudas que nos montamos.

Los puristas del orden suelen huir de la ciudad estos días en desbandada, se encierran en un férreo exilio interior o lo toman como un mal irremediablemente necesario, tributo que, reconocen, hay que pagar a cambio de vivir el resto del año en esta grata y hedonista Valencia, peligrosa seductora que atrapa y obliga a volver o a quedarse para siempre, que en Fallas escribe sus mejores relatos vivenciales de relaciones interpersonales de una ciudad que se niega a no ser y estar viva.

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