Pensábamos que la búsqueda loca de la juventud eterna, de aquella piedra filosofal de los antiguos alquimistas, dormía su mona de vanidad y soberbia en la noche de los tiempos, y resulta que la tenemos aquí, entre nosotros, más viva y más chiflada que nunca. Porque no ha desaparecido la búsqueda, sino uno de sus métodos; esto es: que ya no se intenta el chilindrón químico, la reducción milagrosa, pero el empeño persiste a través de otros caminos, diversos e imaginativos, aunque tan estrambóticos o más que la redoma pura y el filtro imposible. La fórmula mágica, el pelotazo esotérico, la cábala desconcertante continúa en la mente supersticiosa y contumaz del ser humano, así que justo después de agotar el filón alquimista, onírico y volátil, se han inaugurado vetas nuevas, más empíricas y más burdas.

La nueva alquimia tiene lugar en las tiendas y los hoteles, en las bodegas y los balnearios, en las clínicas y las farmacias, entre piedras calientes, agua de rosas, barro perfumado, incienso, agujas de acupuntura y sabrosuras minimalistas. No hay paciencia para los engorrosos procedimientos de la vieja taumaturgia; se prefieren las inmediateces del positivismo, y en lugar de un bebedizo contingente se agarra una cirugía concreta; y en vez de aguardar el hallazgo de la panacea se opta por comprar el disfraz de pimpollo; y antes de que se invente nada se toma uno la juventud por su mano, y se declara uno eternamente joven porque le da la gana.

En el pasado se buscaba el remedio polivalente; ahora se busca el capricho precario. La Edad Media quería una juventud auténtica; el presente se conforma con un simulacro, con tal de que sea instantáneo. Todo, sin embargo, es buscar. Todavía se busca la eterna juventud. Todavía se persigue la piedra filosofal. El hombre sigue sin aceptar su naturaleza trascendente y se aferra con ahínco a la falsa consistencia de lo material, donde la vejez es un baldón espantoso y la fealdad un contratiempo intolerable.