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Autocrítica de Occidente

En «Ese oscuro objeto del deseo», una de las últimas películas del maestro Luis Buñuel, los protagonistas de un supuesto futuro inmediato se liaban en una maraña de amoríos y sensualidades mientras a su alrededor van produciéndose deflagraciones mortíferas: Fernando Rey le pide irse a la cama a una jovencísima Ángela Molina mientras a sus espaldas explota una bomba en plena calle. Nadie le da importancia al estallido, ninguno de los personajes pestañea siquiera. Han asumido el terrorismo con normalidad, conformando su vida cotidiana.

Esa hipotésis de realidad nada apacible parecía alejada de nosotros, circunscrita si acaso a zonas de conflicto activo como era en nuestra cercanía el País Vasco, hasta que todo cambió el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Ese día comenzó una nueva era de inseguridad general en todo el planeta que tres lustros después no ha hecho sino acrecentarse. De entonces acá nos hemos acostumbrado a descalzarnos y hasta deshebillarnos frente a los arcos detectores en los controles de seguridad, a no llevar líquidos en los equipajes o a llegar con dos horas de antelación a los aeropuertos.

Un surtido amplio de inconveniencias se ha apoderado de nuestro día a día y, sin embargo, todavía seguimos creyendo en la paz mundial y en la bondad natural del hombre. Nos persigue esa idea adanista que difundió un pensador romántico como pocos, Jean-Jacques Rousseau, para quien el hombre nace intrínsecamente bueno y es la educación y el ambiente lo que le pervierte. Casi toda la pedagogía contemporánea se basa en estos principios.

La izquierda en general, receptora del espíritu romántico, cree firmemente en tales postulados que interpreta como valores. Lo hemos visto estos días, tras los atentados de Bruselas. Algunas voces han puesto el énfasis en las provocaciones y sufrimientos que Occidente ha perpetrado contra el pueblo árabe para establecer la lógica de la causa-efecto que subyace al terror yihadista. Y si no es la invasión previa de Iraq la que da sentido explicativo al tema, se saca a colación la falta de integración de la población musulmana en las ciudades europeas, la creación de guettos o la xenofobia más o menos latente que padecen los pobres que consiguen alcanzar nuestro primer mundo. Si descubrimos que no siempre es así, que entre los kamikaces que se inmolan masacrando inocentes hay chicos con estudios superiores o hijos de clases medias acomodadas y perfectamente integradas, entonces es posible que acabemos hablando de lo mal que se está portando Europa con los más de dos millones de sirios que buscan refugio en nuestras fronteras, unos 6.000 diarios escapan de su país según cifras que circulan por la web.

Todas estas cuestiones tampoco es posible obviarlas como a veces ocurre en filas más conservadoras. Es incuestionable que existen tensiones ingobernables entre el Occidente opulento y el resto del mundo, que se acrecientan en el marco de la globalización y con el desarrollo de un capitalismo multinacional sin restricciones éticas. Pero reducir la geopolítica actual a un maniqueísmo analítico de esta naturaleza es demasiado simplificador. La pulsión religiosa, por ejemplo, lejos de estar superada sigue siendo un mecanismo recurrente para amplias capas de la población, una cuestión que nuestro laicismo de andar por casa nos impide fijar en su verdadera dimensión.

No es fácil ahondar en las causas profundas de la crisis que Occidente padece con la cultura islámica, y que tampoco se limita a la cronificación del enfrentamiento por la cuestión judía. Lo cierto es que los tiempos históricos no son los mismos en según qué zonas del planeta y, en cambio, a casi todos están llegando tanto nuevas tecnologías como formas de vida demasiado abstractas para los lazos sociales a los que estaban acostumbrados desde hacía siglos. Y eso no se arregla con buenas intenciones, con multiculturalidad simplona y otras falacias de este tenor. Obviamente, tampoco se soluciona con argumentos belicistas por más que tanto Francia como Bélgica hayan reaccionado de la misma forma ante la herida terrorista: desplegando sus bombarderos sobre territorio sirio.

La izquierda francesa, de hecho, es la principal defensora de la política militar de su país, incluyendo la de naturaleza nuclear, lo cual sorprende mucho desde las posiciones de la izquierda española, fundamentalmente antimilitarista como mostró de modo bien expresivo no hace mucho la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Ni tanto ni tan calvo. Lo que los últimos atentados vienen a mostrarnos es que el mundo, y también especificamente Europa, todavía no está preparado para dejar a un lado los ejércitos. El mundo no es tan seguro para ello. Otra cosa, y es en lo que debemos aplicarnos, es el control democrático al que deben someterse todos los efectivos militares, incluyendo especialmente los llamados servicios de inteligencia, así como en la elevación del nivel profesional y de conocimiento de nuestros estamentos militares y policiales.

Conviene, no obstante, hacerse a la idea de que la crisis con el yihadismo va para largo, que se trata de un tema complejo y que esa tendencia de algunos a la autocrítica mortificadora de nuestro Occidente es, además de inútil, una tontería histórica. Buñuel no saldría de su asombro.

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