Como nos señala Joseph Stiglitz, el grado de desigualdad que existe en el mundo no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía: es una cuestión de políticas y estrategias. Pues bien, con la crisis que arranca en 2008, el tema de la desigualdad económica se ha ido situando en el centro del debate político. Y ante esta cuestión existen básicamente dos enfoques; por un lado, estarían aquellos que defienden que la desigualdad se puede reducir simplemente con un mayor crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) y del empleo ("la mejor política social es crear empleo"), o en otras palabras, la mejor manera de ayudar a los pobres es aumentar el tamaño de la tarta económica del país. Por otro, estarían aquellos para los que el crecimiento económico es condición necesaria pero no suficiente en la lucha contra la desigualdad y que aquél debe ir acompañado de políticas fiscales y de gasto social que permitan una mayor redistribución de la renta y de la riqueza: hay que centrarse también en el trozo de la tarta que reciben las personas con menores ingresos, sin que ello signifique abandonar el objetivo de cómo hacer que esa tarta se haga más grande. Dejando a un lado este interesante debate y remitiendo al lector a los abundantes datos y propuestas que sobre el tema realiza Thomas Piketty en su colosal trabajo "El capital en siglo XXI", me centraré en una noticia aparecida recientemente que pone de relieve la gran brecha salarial que existe en nuestro país.

El pasado 13 de febrero aparecía en los diarios el siguiente titular: "Ana Botín cobró del Santander 7,49 millones en 2015, el 11,6 por ciento más". Sorprendentemente esta noticia no ha tenido ningún eco a lo largo de estas semanas en que tanto se ha hablado de desigualdad con motivo de los debates para formar nuevo gobierno. Es muy posible que con estos ingresos la principal ejecutiva del Banco Santander no tenga aún plaza en ese autobús imaginario que ha utilizado Oxfam Intermon para visualizar que sus 62 pasajeros, los mayores multimillonarios del mundo, acumulan tanta riqueza como la mitad más pobre de la población del planeta (3.600 millones de personas). Sin embargo, la cifra de las retribuciones de la presidenta del Banco Santander sí nos permite realizar algunas comparaciones y consideraciones sobre las diferencias de renta existentes en nuestro particular solar patrio.

La retribución diaria de Ana Botín es más del doble de lo que gana en un año un trabajador que perciba el salario mínimo

Si se tiene en cuenta que más de un tercio de los asalariados españoles (unos 5 millones de personas) percibieron tan sólo 9.080 euros en 2015, es decir, el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en ese año, la retribución de la principal ejecutiva del Banco Santander significa que cada uno de esos 5 millones de asalariados debería trabajar 825 años -más de ocho siglos- para sumar lo que aquella recibe como salario en un sólo año. En otras palabras, la retribución diaria de Ana Botín (20.520 euros) es más del doble de lo que gana en un año un trabajador que perciba el salario mínimo. Asimismo, si se considera que el año pasado la principal ejecutiva del Banco Santander recibió 2,3 millones de euros como aportación a su plan de pensiones, su retribución total en 2015 ascendería a 9,8 millones de euros: 1.078 veces lo que recibe un trabajador que cobra el salario mínimo.

Además, la citada noticia también nos señalaba que el salario de esta ejecutiva del mundo financiero -sector al que le debemos esta prolongada crisis- había aumentado un 11,6 por ciento en 2015 (778.530 euros), mientras que en ese mismo período el salario mínimo tan sólo se incrementó en un 0,5 por ciento (3 euros). Por tanto, si los salarios más altos se incrementan a tasas tan elevadas y los más bajos apenas crecen (la subida del salario mínimo para el año 2016 fue del 1 por ciento) y si, además, se tiene en cuenta que cada vez son más los trabajadores españoles que reciben unas retribuciones que no superan el salario mínimo (incluso algunos trabajos a tiempo parcial y por horas están generando que muchos empleos ni siquiera lleguen a ese nivel), no parece difícil concluir que, si se mantienen esas tendencias en los próximos años, la desigualdad no hará más que crecer tal y como lo ha venido haciendo a lo largo de las últimas décadas.

La presidenta del Banco Santander pertenece a ese selecto grupo de 5.000 asalariados españoles que según la Agencia Tributaria tienen bases imponibles superiores a los 600.000 euros anuales. A esta élite salarial también pertenecía Julio Linares, ex consejero delegado de Telefónica, que según noticias publicadas en 2013, al cesar en su puesto percibió más de 33 millones de euros, de los que 24,8 millones fueron en concepto de indemnización por cese y 8,6 millones como retribución salarial de 2012 (lo que equivale a 955 años de trabajo de un asalariado que perciba el salario mínimo). En cambio, en ese mismo año un profesional con tres décadas de antigüedad en su empresa y con un salario de 75.000 euros percibiría como indemnización en concepto de despido improcedente la cantidad de 124.000 euros, unos 91.000 euros menos que la que le hubiese correspondido si no se hubiese aplicado la reforma laboral de 2012.

Algunos economistas laborales señalan que mayores niveles educativos conducen a salarios más elevados. Me pregunto: ¿qué nivel educativo poseía este ejecutivo de Telefónica para ganar unas 130 veces más que un catedrático de Universidad? Por otra parte, los 33 millones que recibió este directivo de Telefónica en 2012 significan 10 veces más que lo que recibe un reconocido investigador universitario a lo largo de toda una trayectoria de cuarenta años de trabajo.

Después de presentar estos datos no debería caerse en propuestas simplistas orientadas a establecer topes máximos a las retribuciones de los ejecutivos (de dudosa eficacia), sino más bien habría que centrarse en qué instrumentos de redistribución se están aplicando a las rentas salariales. Si nos centramos en las cotizaciones sociales, en 2015, un perceptor del salario mínimo ingresó un total de 3.290 euros en concepto de cuota patronal y obrera a la Seguridad Social, algo más del 36 por ciento de su nomina. Por su parte, los dos ejecutivos citados anteriormente, al existir un tope máximo de 50.500 euros en la base de cotización, sólo aportaron 18.300 euros, lo que significa que su tipo efectivo de cotización no superó el 0,25 por ciento. En este sentido, cabe señalar que las cotizaciones sociales son un impuesto proporcional con un tope máximo que hace que las aportaciones de los altos ejecutivos a la Seguridad Social sean testimoniales en relación con sus niveles salariales. Frente a ello, en vez de caminar en la dirección de acercar las bases de cotización a los salarios percibidos, se vienen escuchando propuestas de reducir las cotizaciones sociales y compensarlas con la subida del IVA. Con esta medida se está proponiendo -sin sonrojo alguno- que los parados y los asalariados peor pagados aporten a la financiación de la Seguridad Social el mismo porcentaje cuando, por ejemplo, abonen su recibo de la luz o compren sus alimentos, que aquellos que pertenecen al selecto club de los que ganan más de 600.000 euros anuales: todo un mecanismo de redistribución inversa.

El tipo máximo hace que las aportaciones de los altos ejecutivos a la Seguridad Social sean testimoniales en relación con sus niveles salariales

Si se pasa al campo de la fiscalidad, el tipo máximo del impuesto sobre la renta (IRPF), que el gobierno del Partido Popular ha reducido recientemente del 45 al 43 por ciento, se aplica a todas las rentas superiores a los 60.000 euros anuales ¿Qué razón hay para que exista una escala progresiva entre un tipo mínimo del 17 por ciento y un tipo del 35 por ciento para rentas inferiores a 60.000 euros, mientras que el tipo máximo se aplica tanto para un ingreso de 60.001 euros como cuando se perciben 7,5 millones de euros? La progresividad del impuesto de la renta se ha ido reduciendo en la mayoría de los países a lo largo de las últimas décadas siguiendo las recomendaciones políticas del llamado Consenso de Washington y esta es una de las causas principales de la crisis que vienen padeciendo los diferentes estados de bienestar.

Sin perjuicio de que resulta del todo imprescindible una decidida batalla contra la corrupción en todas sus manifestaciones y a todos los niveles, y que asimismo deba abordarse un plan eficaz de lucha contra los diferentes tipos de fraude, en 2014 el sistema fiscal en España ha generado unos ingresos que representaron el 38,6 por ciento del PIB, lo que nos sitúa a la cola de la antigua Unión Europea a quince Estados miembros. Según Eurostat, por detrás de nuestro país sólo figuran el Reino Unido (38,2 por ciento) e Irlanda (34,4 por ciento). La presión fiscal en España es 8 puntos porcentuales menor que la media de la Eurozona (46,8 por ciento) y 20 puntos inferior a la que registra Dinamarca (58,4 por ciento). Además, Finlandia (54,9 por ciento), Francia (53,6 por ciento), Bélgica (52 por ciento), Suecia (50,1 por ciento) y Austria (50 por ciento) son países en los que los ingresos públicos representan más de la mitad del PIB y en los que el Estado de bienestar tiene un alto nivel de prestaciones sociales. Por otra parte, la distribución de la carga fiscal en nuestro país ha empeorado en los últimos años, pues se ha producido una reducción de los tipos del impuesto sobre la renta y en cambio se ha incrementado en 5 puntos el IVA (del 16 al 21 por ciento), impuesto que se paga sin que se tenga en cuenta el nivel de ingresos de los contribuyentes.

Por eso no es de extrañar que en las estadísticas comunitarias de protección social, España vuelva a situarse en los últimos lugares con un gasto social -que incluye sanidad, pensiones, desempleo y otras prestaciones, excluido el gasto en educación- que significa el 25,9 por ciento del PIB: sólo Luxemburgo (23,6 por ciento) tiene una ratio menor. La media de la Eurozona, con un gasto social del 30,4 por ciento, es casi 5 puntos porcentuales superior al que registra nuestro país, situándose a la cabeza Dinamarca y Francia (34,6 por ciento), a casi 9 puntos porcentuales por encima de los niveles españoles.

Como los milagros son propios del campo de la religión, no se puede engañar a los ciudadanos españoles diciendo que es posible construir y mantener un Estado de bienestar homologable al de otros países europeos con larga tradición socialdemócrata y a la vez proponer una bajada de impuestos. Así que menos palabrería en los discursos políticos y más políticas verdaderamente redistributivas.

Por supuesto que es necesaria una tarta económica más grande, pero también se precisa de un mejor reparto para que los trozos que reciben los ciudadanos con menores ingresos sean mayores. Si no deseamos que las distancias en los niveles de renta sigan siendo milenarias en España, no cabe otra solución que abordar profundas reformas en el campo de la fiscalidad y en el diseño y contenidos del Estado de bienestar.