El que migra, a menos que sea una ave migratoria o miembro de una tribu nómada, lo hace por una necesidad vital excepcional, porque su tierra se ha vuelto inhóspita para él y para los suyos, y no tiene más remedio que pedir asilo en otro lugar para intentar tener una vida digna. Al respecto la Unión Europea tiene toda una retórica de acogida que se va adelgazando según crece el número de migrantes que se agolpan en sus fronteras. Y esto seguirá siendo así, pues el problema de la inmigración es directamente proporcional a su número.

De hecho, estamos asistiendo a la mayor crisis de refugiados desde la segunda guerra mundial. Ante un proceso cultural de tales dimensiones, las políticas de asilo existentes deben ser revisadas. La necesidad de acogida de migrantes de países en guerra como Siria parece bastante comprensible para Europa, aunque cabría preguntarse si estos inmigrantes que vienen por el este son esencialmente distintos de esos otros que desde hace décadas nos llegan del sur y que frenamos con todo tipo de vallas y concertinas. No es un tema sencillo, y los políticos que defienden en las cumbres la necesidad de acoger a los refugiados humanitarios, tendrán luego que gestionar el efecto de dicha acogida si en su país -el nuestro, por ejemplo- hay un alto índice de paro y escaso dinero dedicado a la atención social.

Finalmente se trata de ver qué se prioriza: si los problemas internos -de nuestro país o de la UE, que no son pocos- o la atención a emergencias más graves de otros grupos humanos que nos piden asilo. No es un tema nuevo para nosotros. Si miramos de reojo a nuestro pasado, nos encontramos con el éxodo internacional durante la guerra civil, la emigración a Venezuela en los 50 o a Alemania en los años 60 y 70 del siglo pasado, dicho en una versión muy resumida. De nuestra larga historia de emigrantes, la más parecida -a la inversa- a lo que ahora afrontamos es la diáspora republicana de finales de los años 30. En Francia llegó a haber más de 400.000 españoles en campos de refugiados, de los que hay relatos de gran dureza.

Conscientes de nuestra historia, abría que buscar un término medio entre el reto de igualdad -acoger como nos hubiera gustado que nos acogieran-, y la búsqueda de estabilidad interna ante crisis económicas que no se van a resolver en breve. A finales de 2015 el Gobierno de España se comprometió a acoger más de 16.000 inmigrantes en dos años, y hasta marzo se habían acogido 18 refugiados. Lejos aún, del término medio...