Un aforismo atribuido a Cicerón afirma que quienes olvidan su historia están condenados a repetirla. De acuerdo con ello podría pensarse que el estudio de la historia y su difusión actuarían de antídoto contra la barbarie en que, desde siempre, está instalada la humanidad: los hombres, los pueblos, los gobernantes, documentados en el destructivo comportamiento de los precursores, se aprestarían a enmendarse. No obstante, los conflictos armados, con su lastre de muerte, destrucción, tragedia y angustia, y su envoltura de engaño, abuso e indiferencia, se reimprimen sin fin, frecuentemente alimentados por la evocación histórica. Paradigmático el caso de Oriente Medio, diseñado, trazado y manejado por potencias extranjeras, y persistentemente pateado por sus ejércitos especialmente desde los albores del siglo XX, con el desarrollo de la tecnología impulsada por el petróleo y el hallazgo de su fabulosa riqueza petrolífera. Un lugar y unas condiciones magníficos para la guerra permanente, vigorizada con el recuerdo del pasado.

Desde sus orígenes, el enfrentamiento armado parece ser el estado natural de una humanidad involucrada en una carrera por idear armas más poderosas que den ventaja a quien las posee. Las grandes potencias, pioneras en la industria y el negocio de la guerra, tratan de eludirla en su territorio pero la alimentan lejos de sus fronteras. Donde la guerra emerge y callejea, muchísimos ciudadanos la sufren y desaprueban. Desde donde se desplazan tropas, bombarderos, misiles, drones, cinturones y chalecos explosivos, muchísimos ciudadanos rechazan la conducta de los jerarcas que pulsan los botones de la guerra.

Un notorio y tantas veces repetido «no en nuestro nombre» nos recuerda que solo parte de la humanidad es responsable de nutrir el hilo de la guerra. Una hebra que nunca se ha roto a través de la historia, un infernal e inacabable rosario de sangre y sufrimiento que demanda la certeza de estallar en cierta área para que, acaso, pudieran cesar los disparos en otra. Solamente una porción de la especie humana, con evidente éxito, ha estado, y está concernida, en guerrear y conducir a los demás a la guerra, un fenómeno tan ostentoso que ahoga, engreído, cualquier clamor en su contra.

En una escena del oscarizado film de Richard Attenborough (1982), Ghandi (Ben Kingsley), postrado y débil, mantiene una huelga de hambre exigiendo el cese de la terrible violencia desatada entre hindús y musulmanes tras la partición de la recién independizada India. Un cabecilla hindú le confiesa, horrorizado, que ha matado a un niño musulmán porque éstos mataron al suyo. Gandhi le detalla lo que debe hacer: «Busca un niño, un niño a cuyos padres hayan matado, un niñito muy pequeño, y edúcalo como a tu hijo. Pero asegúrate de que es musulmán y edúcale como musulmán». Una receta inesperada y admirable que el hindú recibe entre sollozos, pero con un fallo fatal: los jerarcas que presionan los botones de la guerra no están interesados en la paz como lo estaba Gandhi , al menos no en la paz permanente, están interesados en la jerarquía, y en idear armas más poderosas que den ventaja a quien las posee.