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El corazón habitado

Desde que era muy pequeña, Marta supo que todas las personas importantes que se marchaban de su vida en realidad no lo hacían sino que se escondían, traviesas, en un rincón de su corazón. Lo supo segundos después de que su padre le dijera, con lágrimas en los ojos, que su abuela se había muerto. Todo el mundo estaba muy triste, pero nada más quedarse sola en su cuarto escuchó un susurro debajo de su camiseta: «shhhh, shhhhh». Y allí la vio. Con sus pendientes de perla y su delantal a cuadrados, haciéndole señas desde las profundidades de su infantil corazón. «Me quedaré aquí un rato, nena, donde nadie me encuentre, y solo tu sabrás que estoy aquí. Cuando me necesites, me llamas», le dijo. Y así fue. Marta fue creciendo y cada vez que sentía una punzada, sabía que era su abuela haciendo de las suyas en su acolchada y cálida residencia. La llamaba y hablaban un rato de las novedades de la familia: el nuevo trabajo de mamá, el nuevo coche, los estudios de su hermano.....

Con el paso del tiempo, y como es normal, Marta tuvo que hacer espacio en su interior a más seres queridos que ya no estaban en su vida: a su primer perro; al segundo y, también, a su otro abuelito, que falleció años después. Aunque no era necesario morirse para salir de su vida y por eso tuvo que buscar hueco para su noviete de adolescencia y también para algunos de adulta, a los que en verdad, aunque se fueran, quiso y mucho. A veces, pasaba por la calle y olía un aroma, oía una canción o recordaba un momento, y alguien desde la oscuridad de su interior golpeaba suavemente su corazón y entonces revivían juntos aquellos momentos que fueron tan felices.

Llegó un día en que Marta ya fue muy mayor. Se agotaba y apenas podía hablar con sus hijos y nietos. Se cansaba tanto tanto, que un día decidió descansar por fin. Y mientras oía de fondo el pesar de sus hijos y de su marido, no pudo reprimir una dulce y traviesa risilla. Y todos, sorprendidos, miraron al unísono por debajo de la ropa para descubrir, entre lágrimas de inmensa alegría, que su corazón estaba habitado.

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