El Partido Popular está empeñado en irritar a los demás partidos y a los ciudadanos. Una de sus últimas perlas antidemocráticas es su interpretación de las relaciones entre el Gobierno en funciones y el Parlamento salido de las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015. De acuerdo con la imaginativa doctrina política esgrimida por los grupos parlamentarios del PP, y por los miembros del Gobierno del PP, un Ejecutivo en funciones no estaría sometido al control de las Cortes Generales surgidas de las urnas el 20D al no haber recibido la confianza de dicho Parlamento y, en particular, al no haber sido investido el presidente del Gobierno en funciones por ese Congreso.

No estamos ante un asunto baladí. No se trata de un asunto técnico que solo merezca la reflexión en seminarios universitarios, sino que estamos ante una vulneración gravísima de principios constitucionales que cimentan nuestro sistema democrático, y que, por tanto, concierne a todos los ciudadanos; a nuestro modelo de cultura política, como dirían probablemente los norteamericanos que siempre han demostrado una preocupación considerable por los pesos y contrapesos de su sistema constitucional.

Desde una perspectiva técnico-jurídica la posición del Gobierno es insostenible. La Constitución española dedica su Título V (artículos 108 a 116) a las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales, y en dichos artículos, particularmente los que regulan el control del Gobierno por las Cámaras (Congreso y Senado), no se establece ningún régimen diferenciado para el Gobierno en funciones. La única referencia concreta al Gobierno cesante, una vez celebradas elecciones generales, es la de que «continuará en funciones», es decir, que seguirá ejerciendo las mismas funciones, con las limitaciones establecidas en la misma Constitución. Y, justamente, en la Carta Magna no se excluye la aplicación de ninguno de los preceptos que obligan al Gobierno a «responder solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados». Y si la Constitución no excepciona la aplicación de ninguno de los preceptos que obligan al Gobierno a comparecer ante las Cámaras y sus Comisiones, sometiéndose a las interpelaciones y preguntas que les formulen los diputados y senadores, el Gobierno, con su presidente a la cabeza, no puede negarse a tales sistemas de control del ejercicio de sus funciones „de todas„ con la excepción de las que se excluyen expresamente por la Constitución, pues resulta obvio, por ejemplo, que el presidente del Gobierno no pueda someterse a una moción de censura. La Ley del Gobierno, modificada en 2015 por las Cortes Generales, de acuerdo con el proyecto de ley elaborado por el Gobierno del PP, tampoco establece ningún status diferenciado, en lo que concierne al control parlamentario a que debe someterse el Gobierno en funciones.

No seguiremos con la justificación técnica de la obligación del Gobierno de someterse al control de las Cámaras, pues esta cuestión se convierte en menor si la comparamos con la que hemos denominado grave vulneración de principios constitucionales que cimentan nuestro sistema democrático. La interpretación del PP a través de sus grupos parlamentarios y de los miembros del Gobierno en funciones conduce a que dicho Ejecutivo, lejos de tener una posición igual o de mayor responsabilidad ante las Cámaras en una Monarquía parlamentaria (artículo 1.3 de la Constitución), se convertiría en un poder ejecutivo liberado del control de las Cortes Generales que representan al pueblo español (artículo 66.1 de la Constitución), en que reside la soberanía de la que emanan los poderes del Estado. La interpretación del PP supone un retroceso de cuarenta años, es como si volviéramos a las Cortes franquistas. El Parlamento sería una especie de florero político.

En un sistema parlamentario, la argumentación consistente en que el Gobierno solo responde ante las Cortes que le han investido es un puro disparate. Es tanto como decir que el Gobierno de un sistema parlamentario deja de serlo durante el tiempo que media entre la celebración de las elecciones generales y la investidura del siguiente Gobierno, convirtiéndose en un Gobierno libre de controles democráticos, salvo los de naturaleza jurisdiccional.

Pero lo que es cierto es que lejos de ser así, el sistema parlamentario no queda suspendido en ningún momento: es una constante antes de las elecciones, durante las elecciones y después de las elecciones. Las Cámaras en su funcionamiento ordinario, o a través de las Diputaciones permanentes, aseguran en todo momento la plenitud de nuestro régimen constitucional. El nuestro es un sistema parlamentario y no presidencialista como parece pretender el PP. De manera que resulta indiferente quienes se sienten en los escaños del parlamento. Éste es un ente continuo que sostiene nuestro entero sistema democrático.

Es cierto que en nuestro sistema constitucional se da la división de poderes, pero dicha división queda menguada precisamente por la circunstancia de que el Gobierno en funciones no tiene la confianza del Parlamento. Y esa circunstancia, lejos de incrementar los poderes del Gobierno, los reduce, convirtiendo al Gobierno en funciones en un poder del Estado limitado, en un Gobierno más dependiente del Parlamento. Exigencia de control que debería ser un imperativo para todos los grupos parlamentarios, inclusive del PP, justamente por virtud de la separación de poderes consagrada en nuestra Constitución.

Al constituyente se le olvidó explicitar las consecuencias derivadas de la posición de un Gobierno en funciones, pero de acuerdo con los principios que presiden un régimen parlamentario no presenta dificultad alguna alcanzar las conclusiones anteriores. Todos los gobiernos de la democracia se han resistido a plasmar en la Ley del Gobierno esa particular dependencia del Gobierno en funciones del Parlamento, entre otras razones: porque hasta la fecha, tras las últimas elecciones generales, no ofreció dudas el partido político que debía formar Gobierno; porque la transición entre el Gobierno en funciones y la investidura del nuevo presidente del Gobierno salido de las urnas tuvo lugar en una primera sesión de investidura y en un tiempo razonable; y porque antes de la investidura, cuando el Gobierno cambió de signo político la colaboración del Ejecutivo en funciones y la Administración saliente con el partido político vencedor en las elecciones generales fue leal y fluida. Los constituyentes no previeron situaciones como la que vivimos en la actualidad. Pero, pese a ello, no cabe duda sobre la exigencia de una mayor vinculación del Gobierno en funciones al Parlamento salido de las urnas. Si se aborda una reforma de la Constitución no estaría de más que en la agenda se incluyera una mayor explicitación de la dependencia de un Gobierno en funciones, es decir sin legitimación parlamentaria directa, al Parlamento salido de las urnas. Y entre tanto, la Ley del Gobierno debería modificarse interpretando la Constitución en el único sentido en que puede interpretarse en el tema que nos ocupa, esto es: una interpretación que excluya la aparición de poderes del Estado que se aproximen peligrosamente a concepciones propias de regímenes autoritarios.

A los portavoces de los grupos parlamentarios del Partido Popular y del Gobierno de la nación solo les ha faltado invocar que un Gobierno en funciones solo responde ante Dios y ante la Historia.