El final se ha salido con la suya. Después de los gestos proféticos que vimos durate Semana Santa y Pascua, no cabe la menor duda que el papa deseaba, de nuevo, estar cerca de los inmigrantes y refugiados. Desde la celebración del Domingo de Ramos, cuando Francisco improvisó unas palabras para llamar la atención sobre la situación de los inmigrantes y refugiados. Justo después de referirse a «la infamia y la condena inicua» que recibió Jesús, dijo, que también sufrió «la indiferencia, pues nadie quiso asumir la responsabilidad de su destino». En este momento, improvisó unas palabras: «Pienso en tantos marginados, en tantos refugiados€ y también en tantos que no quieren asumir la responsabilidad de su destino». ¡Gobernantes europeos escuchen! Sin olvidar que, en su viaje a la isla de Lampedusa, Francisco dijo: «¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias?» Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto. La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la «globalización de la indiferencia».

El papa nos dejó dos grandes mensajes, en la última Semana Santa y Pascua. El primero, que los refugiados e inmigrantes no son seres anónimos, sino que tienen rostro e historia. Y, el segundo, que éste es uno de los problemas, en donde se juega la calidad de nuestra vida cristiana y nuestro compromiso.

El Jueves Santo se marchó al centro de refugiados de Roma. Allí lavó los pies, sin discriminaciones a once inmigrantes „cuatro católicos nigerianos, tres coptas eritreas, tres musulmanes de Siria, Pakistán y Malí, un indio de religión hindú„ y una voluntaria. Se arrodilló delante de ellos y besó sus pies. Esos pies que han recorrido miles de kilómetros para llegar a una tierra que les niega la esperanza. Pero lo más significativo, durante bastante tiempo saludó personalmente a cada uno de ellos. Permitió „sin problemas„ los selfis con los que lo deseaban.

Uno de los hombres, al menos simbólicamente más importantes del globo terrestre, les daba la mano uno a uno a todos los refugiados de ese centro sin importarle su raza o su religión. Les estaba devolviendo la dignidad que la sociedad les roba. La insistencia del papa en este tema se debe a que, sin duda, estamos ante uno de los problemas más graves de la Humanidad, en estos momentos. Y no sólo lo dice el papa.

«Estamos presenciando la peor crisis de refugiados de nuestra era, en la que millones de mujeres, hombres y niños luchan por sobrevivir en medio de guerras brutales, redes de traficantes de seres humanos y gobiernos que persiguen intereses políticos egoístas en lugar de mostrar una compasión humana básica», alertó Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional. Por eso, Francisco insiste a tiempo y a destiempo en la cuestión de los refugiados. Miles de personas en Idomeni, en Lesbos y en otros lugares, se hacinan, buscando la vida. Y se encuentran con un muro.

También, entre nosotros, el arzobispo de Tánger, el franciscano Santiago Agrelo, nos recuerda con frecuencia nuestro Idomeni de las cuchillas: «Una maldita frontera que Dios no hizo, ni quiso, ni quiere». El muro de la vergüenza. Y este es nuestro.