Al negarse a ser controlado por el Parlamento, el Gobierno Rajoy elabora un argumento que llama de forma directa a la insurrección popular. La razón de no querer someterse a dicho control es que el Congreso no le ha dado su confianza. Puesto que tampoco tiene la confianza de los electores, por ese razonamiento el Gobierno vive en el limbo de la inercia, que como se sabe, es una fuerza eterna si se desplaza en el vacío. La doctrina es la inversa. Cuando menos respaldo democrático tiene un gobierno, más controlable debería ser. Sin embargo, Rajoy extrae la consecuencia contraria. Sin confianza directa ni indirecta, sin base democrática alguna, su gestión es incontrolable. La consecuencia es dejar vacante el bloque institucional central de la división de poderes, con lo que Rajoy produce un llamamiento implícito a un ejercicio directo de la soberanía popular por la vía de la insurrección. Las tímidas maneras de nuestro presidente van cargadas de una dinamita capaz de producir una voladura implícita de nuestras bases institucionales.

En el caso del ministro Soria se han visto estas potencialidades de una forma expresa. Rajoy manda al interfecto al circo de los leones, lo deja solo, tiene que marchar a un hotel a dar razones y, cuando ve que la cosa está perdida, le basta con no mandar señal alguna de apoyo, para que el abandonado sepa lo que tiene que hacer. El lugar de este debate tendría que ser el Parlamento, pero sin embargo los españoles tenemos que ver que se resuelve casi como si fuera un asunto privado. Así, un ministro se va del Gobierno sin que el Parlamento se entere. Como si no fuera miembro de una institución pública que tiene que dar cuanta a otra institución, Soria se marcha por la puerta de atrás, deja al Gobierno disminuido, se defiende con buenas palabras y en suma reduce la política a un asunto de presiones privadas y de campaña de prensa. Mientras, Rajoy se esconde en el privatissimum de la invisibilidad.

Colin Powell, el director de la Fundación Elcano, un hombre prudente y mesurado, ha concedido una larga e interesante entrevista a Levante-EMV. En ella señala, entre muchas cosas acertadas sobre la calidad de la sociedad democrática española, que «si España fuese Alemania ya habría habido una gran coalición PP-PSOE». Puede que fuera así. Pero lo primero que hay que recordar es que, si España fuese Alemania, no permitiría que la formación de gobierno estuviese determinada por alguien como el señor Rajoy. Si España debe aprender a formar gobiernos de pactos, algo indudable, debe hacerlo justo cuando los firmantes del pacto sean presentables. En estas condiciones, que no haya gobierno presidido por Rajoy es un avance democrático incuestionable e implica que España progresa en su experiencia democrática con rigor y vigor. Rivera tiene razón cuando dice que España no puede ser puesta en la disyuntiva de un gobierno estable bajo la condición de un gobierno de continuidad de la corrupción. Ese es un planteamiento inaceptable y alcanza la indignidad de un chantaje que ha de ser rechazado.

A estas alturas, ya sabemos que Rajoy evita una complicación judicial con su imperativo de continuidad al frente del Gobierno. Deberíamos ser claros acerca de esto. No lo acuso de nada. Pero cuanto menos, Rajoy tendrá que testificar en el caso Bárcenas, de eso apenas hay dudas. Y cuando se produzca ese momento, nadie de la cúpula del PP de los últimos 20 años estará a cubierto y la regeneración del PP será inevitable. Mientras, aunque estallen casos como el del alcalde de Granada, los subalternos tendrán que lidiar con ellos como si el PP no tuviera jefe, porque en el fondo quien tiene en su mano el poder, ese aspira sobre todo a pasar desapercibido para no responder por lo que fue una forma de entender la política basada en la aspiración de omnipotencia y en el desprecio por la ciudadanía, que él consintió y alentó por doquier con celebraciones sonoras de sus agentes.

Lo vimos por enésima vez con Camps ante el tribunal de Palma: una carta de Urdangarin, publicada por Levante-EMV, viene a desmontar por completo su declaración judicial, pues muestra que existió el encuentro, la interlocución, la propuesta de negocios, y que solo estaba pendiente de la «validación del diseño». Uno no escribe estas cosas sin haberlas hablado previamente y sin haber enseñado planos. El envío de copia a Rita Barberá confirma lo que sospechábamos: que ella estaba al tanto de todo este asunto y reforzaba la posición de Urdangarin, que la usa de testigo. Pero un análisis del texto de la carta nos muestra el estilo de hacer política que detestamos. Se trataba de hacer de Valencia «el Davos del deporte y las ciudades». El escritor de esta carta sabe muy bien usar la retórica apropiada a la mentalidad megalómana de quien iba dirigida. Incluso es posible que cite palabras propias del expresidente. Uno escucha esas palabras en labios de Camps y resuenan propias. Se las oímos muchas veces: prestigio mundial, notoriedad, referente universal, toda esa infecta palabrería despreciable.

Que con la corrupción estamos ante una condición sistemática que debe ser limpiada con medidas radicales, es algo que también se ha visto con toda claridad en el asunto de Manos Limpias. Este sindicato no era el síntoma de una democracia madura, sino la reemergencia de un espíritu inquisidor que cuenta con la indiferencia ante la corrupción mientras no te toque directamente. En este sentido, es un vestigio de la España negra, no parte de nuestro camino hacia una institucionalidad ordenada. Pues lo que hay detrás de ese sindicato no es sino una previsión extraña, la de la acusación popular, que no tiene otra explicación que ser la antigua válvula de escape para una Fiscalía obediente a los poderes públicos, cuando no una marioneta que los poderosos podían mover a distancia. Una cosa compensaba la otra, pero las dos juntas no hacían sino canalizar hacia los tribunales un pus virulento que se hacía pasar por reclamación de justicia. La posibilidad de que pudiera resultar un negocio montar acusaciones sin ser afectado por ellas, para extorsionar a cambio de la retirada de la denuncia, ya muestra que el sistema podía llevar a una absoluta podredumbre, ante todo porque la Fiscalía no cumplía con su obligación de perseguir el delito. Sin embargo, en muchos casos éste existía. Es evidente que una Fiscalía independiente del poder ejecutivo nos evitaría con mayor probabilidad esta vergüenza.

Pero no es la única reforma cuya necesidad se hace evidente en estas fechas. La más notoria es percibir que si España sobrevive tranquila durante más de cien días sin gobierno es porque las instituciones autonómicas prestan los servicios públicos fundamentales con solvencia. Para decirlo pronto: ellas son el verdadero gobierno. Por eso es tanto más oprobioso que solo reciban tirones de orejas de un Ejecutivo que, para desplegar sólo funciones directivas, se gasta la mitad del dinero público en un aparato de Estado desproporcionado a nuestras dimensiones. Esto tiene que cambiar. Así es muy fácil cumplir con el déficit, cuando no se tiene exigencias populares que atender. El problema de España no tiene solución si no se distribuye el presupuesto de otro modo y si no se reequilibra a favor de ciudades y comunidades, y no a favor del Estado y las diputaciones. Esa descentralización presupuestaria es la primera pata de las reformas de futuro. La segunda, la reforma fiscal. La tercera, la judicial. Pero las unas sin las otras no servirán de nada y generarán nuevos desequilibrios. Rajoy significa la continuidad de todos estos males, porque su inercia demuestra la insensibilidad ante ellos. Por eso hacerlo caer sigue siendo la exigencia popular primera e incondicional.