La nómina de escritores célebres que formaron parte de los servicios secretos es larga. La historia de algunos literatos que ejercieron de espías es conocida; la de otros pasó desapercibida. Muchos de los que transcendieron hubiesen preferido no ser jamás descubiertos. En unos casos, los escritores fueron espías de forma voluntaria y decidida, en otros se vieron forzados por las circunstancias.

Imaginar y simular son condiciones sustanciales tanto para ser literato como para ejercer de espía. Ambos han de concebir una historia y fingirla. Los literatos inventan historias ajenas, las escriben e incluso las representan, porque quieren que las conozcan cuantos más mejor. Los espías inventan su propia historia y tratan de que no quede testimonio, procurando que solamente la escuchen aquellos a los que está destinada. El escritor y periodista Manuel de la Fuente escribió con acierto: «Los escritores

tienen la pluma larga y los espías deben tener la lengua corta».

Se ha afirmado, no sin razón, que escritores y espías tienen una doble personalidad. El escritor tiene su propia individualidad y la de la identidad del personaje que crea. El espía tiene su filiación y la que finge ser. Si inventar y fingir son condiciones comunes es fácil comprender la coincidencia de ser a la vez escritor y espía. Además, para ser un autor insigne se requiere clarividencia y para ser agente secreto se impone sagacidad. Por lo tanto, ambos han de ser muy inteligentes.

En la mayoría de los casos, la faceta de escritor ilustre ensombrece la de espía. Sin embargo, las andanzas en los servicios secretos de grandes escritores, unas veces venturosas y otras desgraciadas, han tenido mucha importancia o, al menos, resultan sugestivas y curiosas. Por si alguien no conociese esta perspectiva ignorada u olvidada de los grandes literatos, el escritor y periodista Fernando Martínez Lainez (Barcelona, 1941) se ha encargado de desenmascararla en su libro «Escritores 007. La cara oculta de plumas célebres» (Atanor Ediciones, 2012).

François Rabelais, Francisco de Aldana, Cervantes, Marlowe, Quevedo, Daniel Defoe, Voltaire, Beaumarchais, Josep Pla, Graham Greene, Arthur Koestler, John Le Carre y otros muchos literatos famosos ejercieron de espías. Al repasar algunas de sus obras se intuye o, casi se aprecia con certeza que, en lugar de imaginar la trama, lo que volcaron en sus obras, bien de ficción o en forma de memorias, fueron las peripecias de su vida real como agentes secretos. Entre los citados, Aldana, Cervantes y Quevedo sirvieron con brío y fervor al Imperio Español.

Miguel de Cervantes, nacido en Alcalá de Henares en 1547, falleció en 1616, por lo que este año celebramos el IV centenario de su muerte y como consecuencia se repasa aún más su vida y su obra y resulta oportuno tratar cualquier aspecto relacionado con él. Al tratarse de la máxima figura de la literatura española y un escritor universal reconocido se ha estudiado de forma exhaustiva y desde todas las perspectivas. De todos modos, cualquier forma de honrarlo y exaltarlo se queda corta. A pesar de ello, son muchas las lagunas presentes en su biografía que pueden deberse a circunstancias no determinadas como el tiempo transcurrido, pero también es posible que contribuyese el que el propio Cervantes silenció y ocultó su actividad como agente secreto al servicio del rey, dada la propia naturaleza de la práctica de esta función, el tiempo limitado que le dedicó y, sobre todo, porque su obra literaria ensombreció sus restantes misiones.

Italia, Lisboa, Argel y Orán fueron destinos en los que Cervantes realizó misiones militares y políticas. Antes, en 1568, había herido en duelo a Antonio de Segura, aparejador de los Reales Alcázares. Tras un proceso confuso y para no acabar preso, Cervantes huyó de Madrid, por lo que fue declarado en rebeldía y sentenciado a que con vergüenza pública «le sea cortada la mano derecha y viva diez años desterrado del reino». En la huida recabó en Roma, donde se alistó en los Tercios de Nápoles, verdadera escuela de adiestramiento militar, y se entrenó como arcabucero, oficio en el que destacó por su gran habilidad para manejar esta difícil arma de hierro y madera.

En 1571, el escritor, a las órdenes de Juan de Austria, se embarcó en la Marquesa para luchar en la batalla de Lepanto. Durante la contienda sufrió graves heridas, dos arcabuzazos en el pecho y otro terrible en el brazo izquierdo, que le inutilizó la mano, si bien nunca le fue amputada. La incapacidad desencadenó su apodo del manco de Lepanto. Como consecuencia de sus lesiones tuvo que pasar seis meses en el Hospital General de Mesina. Aun así, mutilado retornó a filas e intervino en otras cuatro batallas contra los turcos en Navarino, La Goleta, Túnez y Corfú. Después, permaneció preso durante cinco años en los Baños de Argel a manos de los corsarios.

Inmediatamente después de ser liberado de su cautiverio, aceptó su primera misión secreta. La flota turca, dirigida por el insaciable almirante de la flora otomana Uchalí, movilizaba 60 naves por Levante y ponía en peligro la tregua que acababan de firmar turcos y españoles. Uchalí „conocido también como Euchali, Uluj Alí o Ali Bajá (Calabria, 1519 -Turquía, 1587)„ aunque era calabrés de nacimiento, se había hecho turco de profesión. Nacido bajo el nombre de Dionisio Galea en un pequeño pueblo del cabo Colonas, cuando tenía 18 años, el corsario Ali Amet lo hizo cautivo junto a su madre viuda, Pippa de Chicco, y un hermano pequeño. Permaneció durante muchos años de esclavo galeote.

Según relata Diego de Haedo: «Tiñoso, con la cabeza toda calva, recibía mil afrentas de los otros cristianos, que no querían a veces comer con él ni bogar en su bancada, y de todos era llamado fartax, que en turquesco quiere decir lo mismo decir que tiñoso». Sin embargo, gracias a su propio esfuerzo, valor y fortuna llegó a ser uno de los hombres más influyentes de la época en la milicia, la construcción naval y el comercio, hasta convertirse en un mito exótico y maquiavélico. Desaparecido Jeremin Barbarroja, le sustituye y se erige rey de Argel. Cervantes recuerda que Uchalí tenía su misma edad „sobre 34 años„ y que había coincidido con él en Argel. Fue precisamente en el momento en que Uchali se hizo musulmán y Cervantes ya liberado se disponía a regresar a España. A una misma edad y de dos maneras distintas, incluso opuestas, habían puesto final a una esclavitud humillante. Los que se interesen por este episodio pueden leer a Emilio Sola, en «Uchalí. El calabrés Tiñoso o el mito del corsario muladí en la frontera» (Barcelona: Bellaterra; 2010).

Una vez en España, Cervantes fue contratado, con el apoyo del secretario de Felipe II, Mateo Vázquez, para realizar «ciertas cosas al servicio de Su Majestad». El cometido secreto se prolongó un mes y le supuso un salario de 110 ducados. Con esta finalidad, el 23 de mayo de 1581 partió de Cádiz y viajó primero a Orán y después a Mostaganem. Valiéndose de contactos, disfraces y sobornos, logró muy valiosa información que puso a disposición de Felipe II cuando desembarcó en Cartagena, tras una travesía muy peligrosa en la que tuvieron que sortear varios barcos piratas. El contenido de esta indagación resultó básico para derrotar al almirante turco Uluj Alí, que había resultado invencible hasta ese momento.

Cumplida esta misión de espionaje, esperó otros encargos secretos que nunca le llegaron. Por razones que no conocemos, el rey no volvió a contar con sus servicios y desoyó sus reiterados ofrecimientos para servirle como agente secreto. De hecho, parece que tuvo una intervención en el intento de liberación de su compañero de cautiverio y amigo Antonio de Sosa, que pedía ser canjeado por un corsario llamado Arnaut, preso en Castilnovo de Nápoles.

Este episodio secreto sería recordado por Miguel de Cervantes y escribiría «Trato de Argel», que no ha de confundirse con «Los baños de Argel». También lo evocaría en el «Quijote», en el que hace un magnífico retrato de Uchalí y lo cataloga como el «renegado tiñoso».

Cervantes siempre se había sentido militar, pero no pasó de soldado raso y, aunque demostró valor sobrado, las lesiones sufridas frustraron su carrera militar. Después aceptó servir al Reino como espía y lo hizo con eficacia, mas fue olvidado. También es posible que otros servicios como agente secreto no hayan transcendido a la posteridad. Con toda probabilidad, de no haber sido primero herido y después olvidado, se hubiese malogrado su descomunal obra literaria. Algo parecido le sucedió a su amigo el doctor Sosa, que también dedicaría su vida a la etnografía y la literatura. Él fue el autor de la «Topografía de Argel» (1612) y otras obras injustamente relegadas.