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La democracia norteamericana

Escribía el otro día el profesor Steve Jarding, de Harvard, a propósito del comportamiento electoral en Estados Unidos que en ese país sólo la mitad de las personas con derecho a voto se molesta en inscribirse para poder ejercerlo. Y añadía que, además de eso, sólo uno de cada dos potenciales votantes ya inscritos acude finalmente a las urnas en la mayoría de las citas electorales, con lo que tres de cada cuatro posibles votantes no participan en las elecciones. Calificaba ese profesor de Políticas Públicas el comportamiento de sus compatriotas de «auténtica irresponsabilidad» aunque habría que decir que es una actitud promovida muchas veces por los propios políticos, que estimulan la desconfianza del electorado en el Gobierno federal.

Hay en Estados Unidos, como en otras partes, una profunda desconfianza hacia una democracia real, en la que voten ciudadanos bien informados. De ahí que se pongan todo tipo de barreras para conseguir que terminen votando sólo quienes interesa que lo hagan. Como consecuencia de todo ello, Estados Unidos se ha convertido en uno de los países más desiguales del mundo, un país en el que si en 1996 un 1 % de los ciudadanos poseía mayor riqueza que el 90 % del resto de la población, hoy ese porcentaje ha descendido al 0,1 %. Es lo que viene denunciando desde hace años el aspirante socialista a la candidatura demócrata a la Casa Blanca, Bernie Sanders, en ese país donde, como explica el profesor Jarding, un 43 % de las empresas no pagó impuestos el año pasado y el tipo fiscal para los estadounidenses más ricos «no es del 35 por ciento como aseguran, sino del 19 por ciento».

Conviene recordar que desde Franklin D. Roosevelt y casi hasta la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan el tope impositivo había sido de casi un 80 %. Estando así las cosas, es pura demagogia decir, como afirma la otra aspirante demócrata, Hillary Clinton, que su contrincante Sanders es lo que allí llaman un «single issue candidate», es decir un candidato que defiende «una sola causa»: la profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y el poder del dinero para comprar candidatos. Clinton y quienes la apoyan, incluidos ciertos medios progresistas, afirman que la sociedad es mucho más compleja que como la pinta Sanders: hay asuntos, argumentan, que no tienen que ver directamente con las desigualdades económicas como los derechos de las mujeres, los homosexuales o las minorías étnicas.

Se olvida deliberadamente que Sanders lleva más de treinta años militando a favor de la igualdad racial, de los derechos femeninos, la protección del medio ambiente y la implantación en aquel país de una sanidad universal. Un modelo sanitario que la propia Clinton no consiguió imponer en los años noventa, cuando ocupaba la Casa Blanca su marido, por culpa de las presiones de la misma industria de la salud que hoy, al igual que Wall Street, tan generosamente contribuye a su campaña. Como tampoco reformó, sino todo lo contrario, un sistema penal claramente racista que castiga sobre todo a negros e hispanos, esos mismos que incomprensiblemente la consideran su mejor amiga y que pueden contribuir a su posible triunfo sobre el energúmeno republicano al que seguramente tenga finalmente que enfrentarse.

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