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En recuerdo de Blasco Ibáñez

El próximo año, a finales de enero, se cumplirán 150 años del nacimiento de Vicente Blasco Ibáñez. Para aprovechar la efeméride, el escritor Fernando G. Delgado, diputado circunstancial en Les Corts Valencianes por la bancada socialista, ha pedido la creación de un gabinete de expertos para preparar como corresponde ese aniversario. No está nada mal la idea, teniendo en cuenta que desde ayer, precisamente, hemos podido comprobar la eficacia de los cumpleaños culturales para devolver a la actualidad y al interés popular la obra de los insignes escritores.

En medio de los fastos por el cuarto centenario de la más que hipotética muerte coincidente de Miguel de Cervantes y William Shakespeare un 22 ó 23 de abril de 1616, los niños de medio mundo han leído estos días en sus escuelas fragmentos del «Quijote» o de «Hamlet», mientras se reeditan obras o se reponen piezas teatrales de estos universales escritores. Para algunos puristas, aprovechar las celebraciones con el fin de incentivar el interés por determinados creadores es poco menos que una impostura, pero soslayan que el olvido y la desmemoria forman parte de la genética humana y, desde luego, también de la social, y que aprovecharse del valor numérico del calendario es una forma útil de promover los recuerdos.

Recordar es una de las tareas esenciales de la madurez una vez se ha esfumado la energía de la juventud y se ha desarrollado la edad adulta. Lo explicaba muy bien Raimon en una larga entrevista concedida hace pocos días a este periódico, precisamente él que todavía le debe buena parte de su leyenda al poderoso himno de los jóvenes airados que fue Al vent. Y ocurre, en ocasiones, que el valor de muchos escritores o artistas se ve coaccionado por cuestiones ajenas a la cultura, de naturaleza política o ideológica las más de las veces. Le ha pasado a Raimon, desde luego, y le pasa en parte, también, a Blasco Ibáñez.

Nadie pone en duda el valor de la obra literaria de Blasco, su éxito internacional avalado por Hollywood impide cualquier cuestionamiento local. Pero, curiosamente, no ha sido muy valorado por los panegiristas del panteón literario nacional, y apenas cuenta para los defensores de la lengua valenciana, dada la pésima relación del escritor con los grupúsculos nacionalistas de su época aunque fue respetuoso con la lengua y hasta hizo algún pinito con la misma.

Añadamos al escritor todos los demás aspectos de lo que fue, según narran quienes le trataron, un personaje arrollador, político impulsivo, un anticlerical montaraz, aventurero y colonizador, periodista punzante, seductor€ Blasco Ibáñez fue desbordante, inenarrable, hasta convertirse en eso que ahora llamamos populista, aunque en vida tuvo diversas disputas con Alejandro Lerroux. Fundó un movimiento republicano que bajo diversas siglas ganó todas las elecciones valencianas entre 1898 y 1933, período en el que, además, se impulsan las grandes transformaciones urbanas de Valencia bajo las consignas higienistas que tanto defendió Blasco.

Dígamoslo abiertamente, Blasco Ibáñez es un personaje que traído a la actualidad parece molestar a casi todos los discursos políticos. Para la derecha es demasiado asilvestrado, para los nacionalistas un peligro e incluso para la izquierda resulta excesivamente heterodoxo. El especialista que más y mejor le ha estudiado, Ramir Reig, explica las claves del triunfo blasquista de entonces: «Estuvo [su éxito] en la asunción de la cultura popular y en su identificación con la cultura republicana. La utilización del lenguaje espontáneo de la calle y de formas desgarradas y plebeyas, de la sociabilidad mediterránea y de su afición por el tumulto y el ruido, de las relaciones de barrio y de las fiestas, hicieron que el republicanismo [blasquista] fuera no solo la expresión política de las clases populares, sino de su manera de ser, de hablar y de imaginar la vida€».

La dictadura de Primo de Rivera le llevó al exilio, donde murió. Sus restos llegaron a Valencia en un barco militar tras la proclamación de la II República y su entierro se convirtió en una de las mayores concentraciones populares de la historia en la ciudad. Rememorando algunos de esos hechos, estas pasadas fiestas visité Mentón. Se trata de un pequeño y hermoso pueblo a orillas del mar y a dos pasos de la frontera italiana, que se alza sobre una colina que serpentean casas coloreadas en tonos pastel. Al fondo del paseo marítimo se encuentra la avenida de Blasco Ibáñez, pequeña, estrecha, donde se ubica la finca La Fontana Rosa, donde murió el autor de «Cañas y barro».

Blasco no tenía demasiado buen gusto estético. Como ocurre en su chaléde la Malvarrosa, donde los pastiches culturales conviven en alocado desorden, La Fontana Rosa también luce múltiples desvaríos. La finca estaba como abandonada aunque la puerta principal se podía abrir con facilidad. En la fachada, tres escritores lucen sus bustos en azulejos coloristas: Balzac, Cervantes y Dickens. No tienen nada que ver, ningún rasgo les une, salvo la pasión que Blasco Ibáñez sintió por los tres. Una vez cruzado ese umbral se penetra en el Jardín de los Escritores, un conjunto de fuentes, rosaledas y parterres donde se acumulan los motivos cerámicos, jarrones y querubines. Estar allí produce una sensación de profunda tristeza, el lugar no está bien cuidado, el aroma de la decadencia se ha apoderado del recuerdo de Blasco Ibáñez.

Así que hace bien Fernando G. Delgado en reivindicar al excelente escritor de «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» o de «Arroz y tartana», pues su memoria parece quebrada. Recuperarla tal vez nos sirva a los valencianos para saber algo más de nuestra propia naturaleza, a veces tan cainita, a veces tan desproporcionada.

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