Aunque sea hablar de algo personal, diré que yo tendría que haber estado esta semana en Santiago de Chile, pues fui invitado dos semanas para intervenir en diferentes universidades y, sobre todo, en un congreso dedicado a discutir sobre «La universidad posible», que ha organizado Willy Tayer, un mito de la resistencia universitaria chilena. Traigo este asunto a colación porque la circunstancia excede con mucho mi caso. La realidad es que un profesor español a duras penas puede faltar a dos semanas de clases. Ni el profesor más cualificado, el que goce de más sexenios, dirija más proyectos, atienda más revistas, podrá ausentarse dos semanas de clases. No tendrá quien lo sustituya y todos sus colegas estarán tan completamente agobiados como él. Tampoco podrá recuperar las clases, porque tan pronto como éstas acaban, sin solución de continuidad empiezan los exámenes.

Además, ese profesor no podrá desplazarse a debatir con sus colegas de América porque tendrá que atender también las cartas de recomendación para doctorandos (la segunda actividad de un profesor senior), la escritura de informes de todo tipo, los trámites burocráticos de toda índole y, por supuesto, el placer preferido de la institución: vernos perder el tiempo amistosamente reunidos en comisiones de todo tipo. Que escribamos además artículos, y algún que otro libro, eso sólo sucede por la gracia cósmica, que a veces da por añadidura lo imprevisible bajo esas condiciones, a saber, la ocasión de mostrar nuestra inteligencia.

Así que mis colegas de las dos Américas han podido desplazarse a un Santiago inundado para presentar ante el mundo su sentido de las cosas. La situación laboral del universitario español es tan mala que ni siquiera puede testificarla en un congreso. Así que he tenido que seguir por Facebook el despliegue de las sesiones. Y una de ellas, la que ha colgado Alberto Moreiras, un célebre fundador del subalternismo latinoamericano, es la que deseo comentar aquí. Con cierto cansancio, Moreiras no quiere repetir que «vivimos en los resquicios, en las grietas, las fisuras, las brechas, los agujeros, las madrigueras, los "boudoirs", de la universidad». No quiere, pero lo hace. ¿Y luego? No puedo estar de acuerdo con la conclusión de Moreiras. Él dice que el abandono de la política universitaria es un acto de insurgencia contra esa política. No lo tengo claro. El abandono es el abandono. No hay magia que traduzca el barro en oro.

De forma muy azarosa, un periódico global dedicaba artículos de su último dominical al ocaso de las humanidades. Lo llevaba a portada con un titular llamativo: «Nadie quiere a los filósofos». En las páginas interiores, celebridades de las humanidades españoles decantaban sus reflexiones sobre este asunto. A esas mismas horas, en el mundo hispano, con seguridad habría decenas de foros practicando las humanidades. Comencemos constatando algo. La realidad es demasiado compleja como para ser observada por unos órganos tan centralizados de publicidad, y los lectores lo saben. Pero añadamos algo más. La realidad es compleja en una dirección que, al parecer, no gusta a los observadores centralizados. Estos se creen que cumplen con su función al llamar a los escritores de su agenda para decir algo bello en el día de Cervantes. Pero en realidad, no hacen sino ocupar un espacio público, no por su valor intrínseco, sino para impedir que otro lo ocupe. Esta es la clave del asunto. Por eso, la observación centralizada no tiene que respetar la realidad, y por eso puede ser todo lo sesgada que se quiera. Al final, su lógica no tiene nada que ver con los verdaderos actores.

Compromiso de respetar la pluralidad, riqueza y complejidad de las humanidades, de eso ni hablar. Así que se titula: «Nadie quiere a los filósofos». Al menos deberían titular con menos arrogancia. ¿No sería más genuino titular: «Este diario no quiere a los filósofos»? O, si recordamos la teoría de la ocupación, acaso incluso sería mejor titular de este modo: «Este diario sólo quiere a su filósofo. No necesita más». ¿Pero es esta la realidad? Pongan ustedes a su filósofo ante los estudiantes de Filosofía. Quizá tuvieran que dar esta noticia: los filósofos no quieren a nuestro filósofo. Por supuesto, pase lo que pase seguirá siendo su filósofo. Pero nadie debe confundir lo que se decide en una redacción con lo que sucede en la realidad. Los filósofos seguirán su camino con independencia de criterio. Ellos gozan de evidencias materiales de que las cosas no son como quieren los órganos centrales de observación.

Un ejemplo. Durante todo el fin de semana iba de boca en boca lo que Pablo Iglesias había dicho sobre un periodista. Esa ha sido la noticia para los medios. Nada más. Todos han hablado de la intervención de Iglesias en «la Universidad Complutense». No fue exactamente así. El acto se centraba en la presentación de un libro sobre populismo de mi colega el profesor Fernández Liria, y tuvo lugar en la Facultad de Filosofía. La mayoría de los presentes, más de 500 personas que abarrotaban la sala, eran filósofos. La otra parte podría ser alumnado del doble grado de Derecho y Filosofía o del doble grado de Ciencia Política y Filosofía. ¿Quién no quiere a los filósofos? Parece que tras ese «nadie» del título de portada no hay objetividad. Nadie de su redacción, podría ser. ¿Es un azar que la mayoría de los dirigentes fundadores de Podemos pertenezca a las facultades de esa doble titulación? Cuando se ve el asunto con objetividad, se puede decir que nunca los filósofos han estado tan implicados en un movimiento político que tiene tras de sí cinco millones de votos. En estas condiciones, decir que nadie quiere a los filósofos es sugerir que creamos esto: «Nadie quiere a Podemos».

¿Final de las humanidades? Llovet, en su premonitorio artículo, aseguraba que los humanistas se debían implicar en la vida cotidiana de la polis y convertirla en la punta de lanza de la restauración de la política. Que abra los ojos. Eso no es un desiderátum. Ya está pasando ante él. No es un asunto de resistencia. Es una ofensiva. Si algún medio de comunicación se pasease por los pasillos de mi facultad, vería que bulle en actividad y que los jóvenes de todas las tendencias, desde los católicos a los podemitas, llenan de actos las aulas, más allá de las clases. Llovet dice, como si estuviera describiendo una utopía, que es preciso invitar a capitanes de empresa a conectar con las humanidades. Pero no es una utopía. Pasa ante sus ojos, y lo vería si los abriera. Tan pronto la realidad ha roto los diques que determinado statu quo ha querido levantar y la vida social se ha indisciplinado (siempre lo hace tarde o temprano), todo el mundo comprende que debe armarse discursivamente. Ahora, las defensas intelectuales ya no están aseguradas ni pueden ser entregadas a una elite cerrada y desprestigiada, atrincherada tras un consejo de redacción.

¿Qué se quiere decir entonces cuando se da a entender que las humanidades están en su final? Quizá sencillamente que las celebridades envejecen, quizá que no pueden participar en la conversación de sus pares de Europa y América, que no están anclados en la realidad del trabajo productivo y que consuman el desprecio que entregan a una profesión, de la que ya no esperan nada, sentenciándola a muerte. Como decía con razón Jordi Gracia, no debemos confundir el final de un oficio con nuestro propio final generacional. Por eso no puedo ser pesimista. No es ejemplar. Nadie puede renunciar a ejercer la inteligencia y a acudir a donde lo llamen para razonar y discutir. Eso es la universidad. Militar incondicionalmente en favor de la inteligencia, resistir la inclinación poderosa de convertirnos en imbéciles desatentos. Sólo en la universidad se consigue con plena libertad. Aunque nos carguen de comisiones, de informes y de burocracia, no podrán impedir que hagamos más listos y solventes a los jóvenes. Ex universitate salus.