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La jaula común

Pablo Iglesias ha dicho que una persona que aspira a ser candidato a la presidencia del Gobierno no puede aludir a un periodista por decir algo que no le gusta. No señor Iglesias, no lo debe hacer, primero, porque señalar es de mala educación y, segundo, porque en la función del político se incluye la absorción de una docena de sapos diarios, los unos merecidos; los otros, quizás también. Entre los periodistas hay mucha gente que cobra menos de la tercera parte de lo que gana un diputado provincial de Podemos, incluso después del descuento por contribución asamblearia. Se admiten muestras de solidaridad. Yo no me quejo, soy un privilegiado.

No conozco a Álvaro de Carvajal ni leo, habitualmente, El Mundo y no ignoro que, en la tropa informativa, hay docenas de colegas con el alma envuelta en ropa interior muy sudada y costrosa, pero los argumentos se rebaten. Por otra parte, quien tiene dinero, no suele tener dificultades para dar con un coro de voceros que cantarán sus méritos con buena entonación y todas las filigranas de la polifonía. De ahí los recurrentes ataques de histeria sufridos por la prensa de la Restauración a medida que Podemos se abría paso. Temple, caballeros (y señoras). Llegas a un quiosco, contemplas la prensa de Madrid y parecen varias levas de reclutas instruidos por el mismo sargento. Nunca, desde los últimos años de Franco, hubo menos diversidad en la prensa capitalina, de papel, preciso.

Algunos en su atrevimiento anticipan que la coz de Iglesias es la muestra de la amenaza de exterminio de la libertad de expresión así los de Podemos se hagan con el gobierno. Prudente medicina preventiva que no fue curativa, ni urgente, cuando Aznar pidió la cabeza del director de La Vanguardia, cuando Rajoy aconsejó la decapitación de Zarzalejos en ABC y cuando afloraron docenas de listas negras, algunas físicas, en Canal 9, Ràdio Nou, Telemadrid y otros mangoneos pues como dice Nativel Preciado, cada cambio político suele ir acompañado o precedido por purgas en los medios públicos de lo que se infiere que a los malos políticos la libertad les gusta aún menos que al (mal) periodista.

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