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El Ayuntamiento prohibió la procesión de la Virgen durante la II República

El 14 de abril de 1931 fue proclamada la II República Española. Dos días antes los republicanos habían ganado en las elecciones municipales en 41 de las 50 provincias españolas. Alfonso XIII abdicó y se marchó de España. De Madrid a Cartagena, donde embarcó, fue en ferrocarril y escoltado por un sargento de la Guardia Civil. Dos días después de la fiesta de la Virgen, el segundo domingo de mayo, la olla hirviendo del anticlericalismo desbordó y se desató la persecución de todo lo religioso. El martes 12 de mayo un millar de personas concentradas ante el Ayuntamiento fueron arengadas para quemar conventos. Primero se dirigieron al de los Dominicos, donde saquearon su templo.

Luego fueron a por los conventos de las Adoratrices, Teresianas, Capuchinos y Carmelitas, a éstos últimos les quemaron la iglesia, la primera que ardió en Valencia. Luego vinieron los asaltos a salesianas, salesianos, el palacio arzobispal, Jesuitas, Seminario, las Reparadoras,€El Ayuntamiento republicano retiró cualquier ayuda que se diera a lo religioso, también a sus fiestas. Ordenó que éstas se circunscribieran al interior de los templos. Por ello, las fiestas de la Virgen de 1932 ya quedaron reducidas a la celebración de Misas en el interior de la Real Basílica. Sólo se permitió el Traslado de la imagen desde su Capilla a la Catedral para la Misa de Pontifical a las diez de la mañana. El Traslado fue multitudinario, la plaza de la Constitución (hoy de la Virgen) estaba que no cabía un alfiler, repleta de gente. La procesión general de la tarde fue prohibida por la autoridad civil y sustituida por parte de la autoridad religiosa con un un Trisagio rezado a las seis de la tarde.El jesuita valenciano Antonio de León publicó un artículo la víspera de la fiesta titulado «No habrá procesión€» «¡Qué triste será este año ese día para los buenos valencianos!. Se suprimirá el típico y artístico adorno de la plaza de la Virgen; se suprimirá aquella hermosa misa, a las ocho, en el altar de la plaza, a la que asistían, otros años, los niños y las niñas de las escuelas municipales€ Estamos en tiempos de laicismo: toda la fiesta ha de quedar reducida a los confines del templo». A pesar de que las autoridades municipales republicanas intentaron acallar la fiesta, la gente engalanó sus balcones con colgaduras, los iluminó por la noche con luces. Las calles del recorrido de la procesión estaban vistosamente engalanadas.

Lo único que se permitió externamente fue el Traslado de la Virgen a la Catedral para la Misa de Pontifical fue apoteósico, un cariñoso tributo de amor y devoción a la Patrona.Un cronista de aquel acto escribió: «Jamás vimos reunida una multitud más compacta, ni un entusiasmo más intenso. Aquello, traspasando todos los límites, parecía ya cosa de locura. Y es que a la fe intensísima de todos los buenos hijos de Valencia por su excelsa Patrona, se unía la protesta que surgía de lo más hondo de todas las almas por la labor antirreligiosa de nuestros gobernante, protesta que se expresaba sólo con vítores a la Virgen y ensordecedores aplausos; que ello es suficiente para dar relieve al pensar y el sentir de un pueblo».

La imagen fue sacada de la Capilla por los seminaristas, como siempre, «y en su aparición en la puerta del templo recibióse con una aclamación como jamás oímos otra igual, ni aún el día famoso de la coronación de nuestra Patrona, seguida de una formidable salva de aplausos. Desde aquel instante ya no cesaron los vítores y las palmas, y entre una masa de carne imponentísima, como si flotase sobre ella, fue conducida la Virgen,€ recorriendo este corto trayecto a paso de hormiga y con grandísimas dificultades».

Por la tarde la imagen fue devuelta a su Basílica, saliendo por la puerta de los Apóstoles, con la plaza de nuevo llena de gente, «presentando el aspecto grandioso de la mañana, y por segunda vez se encendió el entusiasmo en todos los pechos y los clamoroso vivas llenaron el espacio. Sólo una nota desentonaba en el conjunto,€ la Casa Vestuario no ostentaba ninguna colgadura, y sus balcones estaban cerrados y mudos. Y era un contraste ver a Valencia, en uno de los instantes de más intensa vibración, con la hosquedad de aquel edificio municipal, como si la opinión se hallase completamente divorciada de su representación oficial».

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