Cuando enseño la ciudad de Valencia a los amigos me gusta hablarles del tránsito del centro desde la religiosidad de la catedral hasta el reconocimiento al progreso tecnológico de la estación central de trenes y su actual diversificación entre la calle Colón y los demás centros comerciales. Este desplazamiento de la importancia de la religión a la de la tecnología y el comercio debería hacer pensar a nuestros gobernantes, empresarios y economistas que, más allá de la mejora de la competitividad de las empresas, existe una necesidad de encontrar consumidores para poder mantener sus cotas de actividad y beneficio.

A nadie se le oculta que los avances tecnológicos han cristalizado en una creciente automatización de las empresas y que la informática está relegando al pasado muchos empleos. En este marco ya no es posible abaratar más los costes de producción. Cuando esto se ha hecho, mediante la deslocalización de los centros de producción a países en desarrollo o en detrimento de los salarios de los empleados, el resultado global ha sido una caída generalizada de las ventas y un incremento de los gastos sociales; a la vez que un alto riesgo para el mantenimiento del sistema de pensiones.

El límite a la expansión de las empresas está hoy en día en su capacidad para vender sus productos y aquí es donde el homo faber del pasado ha dado pie al homo emptor; de manera que nuestra capacidad de consumo, más allá de nuestra capacidad de trabajo, es el lugar donde el sistema capitalista obtiene sus mayores beneficios. Lo sorprendente es que no hayamos tomado medidas para un cambio del modelo de producción que asegure un acceso al trabajo de toda la población que permita mantener el Estado de Bienestar y garantizar las pensiones del futuro, a la vez que, desde una óptica puramente capitalista, proporcione el acceso a los bienes de consumo garantizando el mantenimiento y expansión de la producción.

El trabajo es la forma máxima de socialización del individuo y tiene la dualidad de deber y derecho fundamental. Es un deber respecto al resto de los ciudadanos que nos procuran con su trabajo un nivel de confort y una calidad de vida; y un derecho, puesto que sin una fuente estable de ingresos no es posible acceder a cosas tan esenciales como comida, vivienda, energía o educación.

En este país, con una clase política de bajo nivel, incapaz de priorizar el interés de los ciudadanos frente a sus aspiraciones electorales y sus privilegios, urge crear una conciencia a todos los niveles para reivindicar el pleno empleo como factor de estabilidad, de seguridad y de progreso. Lo otro, mejorar la posición de las empresas del Ibex 35 y los datos macroeconómicos mientras se profundiza en la desigualdad, son migajas para hoy y hambruna para mañana.