Les pido perdón por utilizar el título de la novela de Eduardo Mendoza que describe y fabula la Barcelona que transita de ciudad a metrópoli entre las dos exposiciones universales de 1888 y 1929. Pero esa historia de ficción se asemeja sobradamente a lo que se ha vivido en la Comunitat Valenciana durante los veinte años „veinticuatro para la ciudad de Valencia„ de gobierno popular.

Ahora se trata de la promoción de un hotel-casino y otros derivados urbanísticos en la Marina Real. Las críticas llovidas al alcalde Ribó desde varios frentes por el rechazo del Ayuntamiento al proyecto no debería sorprender a nadie. Algunos, quizás muchos, no han advertido o, más bien, no quieren reconocer que las cosas han cambiado. Que la nueva corporación municipal salida de las urnas hace casi un año no fue elegida para repetir los errores del pasado.

Rechazar un proyecto así, sea por contravenir la ley, por olfato político ante una nueva fantasía oriental con presunción de insolvencia, por no satisfacer las aspiraciones de urbanidad del vecindario o por la concurrencia de todas ellas, revela una actitud prudente. Antes y ahora las inversiones multimillonarias producían y producen pavor, y las promesas de generación de empleo „el mito que tantos desastres urbanísticos y dramas comerciales ha causado„ ya no cuela o ya no debería colar jamás; siempre es un chantaje. Todo parece apuntar a que las cifras que manejan sus promotores en cuanto a inversión y puestos de trabajo no son creíbles, que son bufes de pato.

Ante cualquier decisión precipitada, la pregunta previa es qué queremos hacer con el frente marítimo. ¿Necesitamos un casino „otro casino„ ubicado en un previsible recinto temático de pago como será, a este paso, la Marina Real? ¿Quiénes son sus potenciales usuarios? ¿Son los cruceristas que desembarcan por unas horas y deciden no salir del recinto portuario para gastarse el poco o mucho dinero que pensaban gastarse en la visita a la ciudad?

En todo esto hay otra cuestión preocupante. Por si no ha habido bastante con lo vivido durante estos años, resulta que muchos de los personajes consultados quieren más de lo mismo. Entre estos disidentes a la posición de la alcaldía, sorprenden algunas voces un tanto llamativas como las de, al parecer, algunos miembros del grupo socialista en el consistorio; un grupo que ha vivido veinticuatro años sabáticos cómodamente instalado en la oposición, salvo algún honroso lapsus como el de Carmen Alborch, y del que no se conocen iniciativas significativas al respecto. También, las de nuestros grandes empresarios, que tanto protestan por todo sin arrimar el hombro por nada. ¿Se comprometerán alguna vez a aportar algo a la patria? ¿Alguno de ellos está interesado en contribuir a la recuperación de la economía y el empleo de este país sin destrozarlo o sin esperar a que vengan otros de fuera para sacarles las castañas del fuego? Es más, ¿existe algún gran empresario después del Marqués de Campo?

En el entorno de los Docks, justo enfrente, hubo una pretensión del anterior gobierno municipal de construir una piscina olímpica en terrenos de la antigua estación de El Grao del popular trenet. En ellos, previstos como parque urbano en el Plan General vigente, la Generalitat aspiraba a ubicar el Museo del Ferrocarril. La piscina olímpica sirvió como pretexto para facilitar otra operación inmobiliaria, ignorando así anteriores proyectos redactados por Aumsa para rehabilitar el conjunto de edificios que cerraba el recinto de la estación frente a los Jardines y el Paseo de Neptuno, más tarde, derribado. Una operación bochornosa para desalojar a vecinos de toda la vida, que habían aguardado pacientemente durante la muchos años la regeneración de la fachada marítima de la ciudad. Además, la demolición acabó con lo que fue un singular conjunto edificatorio, uno de los hábitats que representaba a la perfección lo que ha sido nuestra tradicional forma de relacionarnos con el mar.

¿Estamos dispuestos a repetir nuestros errores del pasado? Por favor, lean o relean la novela de Eduardo Mendoza.