Visito hace unos días Santander por cuestiones académicas, y tengo el privilegio de pasear por la tarde con unos buenos amigos de allí que me muestran la ciudad. Hay ciudades marcadas por acontecimientos dramáticos que han determinado su devenir posterior. Algunos causados por fenómenos naturales extremos: inundaciones, terremotos, erupciones volcánicas. Ejemplos de ello hay en todo el mundo. En ocasiones, no son propiamente los elementos naturales los que han originado, directamente, el desastre, pero han tenido una participación decisiva.

Es el caso de los incendios forestales, generalmente de origen antrópico, pero favorecidos por condiciones meteorológicas propicias para su propagación. Lo vemos estos días en el pavoroso incendio forestal de Canadá, en el sur de Alberta, que ha terminado por afectar a espacios urbanizados, quemando todo lo que ha ido encontrado a su paso.

Santander es una ciudad marcada por un gran incendio, a mediados de febrero de 1941. No se conoce el origen del mismo. Se sabe que se inició en la calle Cádiz y que dada la naturaleza de las casas de entonces, donde la madera era el principal elemento constructivo, se difundió a gran velocidad por el callejero de lo que era el espacio amurallado de la villa del siglo XVI. Unas jornadas de viento del sur, una «surada» como se le conoce allí, fue determinante para extender el fuego y destruir cientos de viviendas de la ciudad, incluida la propia Catedral de la Asunción. Afortunadamente sin víctimas mortales, pero con un efecto destructivo que obligó a una profunda labor de reconstrucción interior de la trama urbana. Un viento pirómano, como nuestro poniente en el litoral mediterráneo, que allí desciende cálido y seco por las laderas del lado marítimo de la cordillera Cantábrica.